Doña Luz | Page 5

Juan Valera
Delos, y montaba a caballo como la reina de las amazonas.
No se negaba a asistir a los bailes, tertulias y otras fiestas que en el lugar se daban. Había
ido a las ferias de los lugares cercanos y a algunas romerías, y no esquivaba la
conversación de las gentes, aunque con tan juicioso y bien templado decoro, que atinaba
a desechar la familiaridad excesiva, sin ofender al vidrioso y sin alentar al audaz y
confiado.
Esto, en vez de perjudicarle, aumentaba y extendía su buen crédito.

Cuando doña Luz iba por la calle, con Juana, su anciana criada, o cuando iba a la iglesia,
grave, silenciosa, vestida toda de negro, con basquiña y mantilla, decían algunos mozos
estudiantes, que había en el lugar, y que entendían más hondamente que los demás de
estética y de otras doctrinas de amor y poesía, que doña Luz parecía una garza real, una
emperatriz, una heroína de leyendas y de cuentos fantásticos; algo de peregrino y de fuera
de lo que se usa; el hada Parabanú; la más egregia de las huríes.
A pesar del respeto, algunos no acertaban a contenerse. Este decía: «¡Viva el salero!»
Aquél: «¡Alabado sea Dios que tan hermosa la ha criado!» Otro: «¡Ahí va la gloria
vivita!» y así por el estilo. En ocasiones, por último, no faltó quien se propasase a tender
la pañosa a modo de alfombra o a tirar el sombrero calañés a sus plantas para que ella le
hollara y pisoteara.
Pero, ¡caso estupendo! en medio de todo este entusiasmo, doña Luz no tenía ni había
tenido novio: no hablaba ni había hablado con nadie por la reja. Lo que sí había tenido
era multitud de pretendientes, sin que ella hubiese dado esperanzas a ninguno. Los
jóvenes más ricos de algunas leguas en contorno la consideraban ya como inexpugnable
fortaleza. La esperanza, con todo, no se pierde jamás. Los hombres, en esto de conquistas
amorosas, nos las prometemos, a menudo, felices. Así es que, si los del lugar estaban ya
sosegados y desengañados, no faltaban aún forasteros, con tal de que fuesen sujetos de
cierto fuste, que se alborotasen al ver a doña Luz, y propusiesen, allá en sus adentros,
conseguir lo que otros no habían conseguido; pero pronto también se desengañaban.
Con esta adoración resuelta, con este prurito de ser correspondidos, se habían hallado
muchos, o simultánea o sucesivamente. Ninguno había llegado a explicaciones. Doña Luz
se supo componer de suerte que no se había visto nunca en la dura necesidad de dar
formales calabazas, ni de excitar el resentimiento que esto trae consigo. Era difícil hablar
a solas con ella. Era difícil hacer llegar a sus manos carta o billete amoroso. Y si bien,
merced a algunas viejas audaces, que donde quiera las hay de sobra, doña Luz había
recibido papelitos en prosa y hasta en verso, constantemente los había devuelto sin abrir.
En vista de estos y de otros desdenes, todos los enamorados desistían al fin de sus
propósitos, sin motivo y hasta sin pretexto de queja.
Y no podía haberla, porque doña Luz callaba toda razón ofensiva. No se sentía inclinada
al matrimonio. No amaba. Nadie manda en su corazón. Tales eran sus razones.
Alguien podría sospechar pero no probar su invencible repugnancia a todo lo vulgar y
plebeyo, y el horror que de ella se apoderaba a la sola idea de poder un día tener un hijo
que llevase su ilustre apellido en pos de otro apellido oscuro y rústico de algún ricacho
villano.
En suma: doña Luz, si no tenía esperanzas de casarse a su gusto, tampoco tenía o dejaba
traslucir el menor deseo. Todo era en ella frialdad tranquila y contentamiento suave. En
balde, el peor pensado de los hombres se atrevería a buscar en sus actos, en sus palabras,
en sus ademanes y gesto, la más leve señal de que estuviese despechada.
Doña Luz no lo estaba en realidad. Había tomado enérgicamente su partido y había

trazado de antemano la senda de su vivir. Las frases burlonas de _quedarse para tía_ o
_para vestir imágenes_ no hacían mella en su firme y acerado corazón, ni podían
violentarla ni inclinarla a aceptar marido con el solo fin de no llegar a solterona.
Varias parientas ricas, que tenía doña Luz en Sevilla y en Madrid, la habían invitado a
que se fuera a vivir con ellas: pero, o bien porque así fuese en verdad, o porque doña Luz
lo sospechaba, las invitaciones habían sido más que de corazón por cumplimiento.
Además, doña Luz se consideraba muy pobre para su clase, y no quería ser gravosa, ni
vivir a expensas de otros y en una especie de dependencia próxima a la servidumbre.
Había, pues, rehusado todas las invitaciones. Su plan era vivir y morir oscuramente en
Villafría.
La misma impureza de
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