continente, no m��nos que la teolog��a escol��stica. Todav��a no se ha introducido en la Turqu��a, en la India, en la Persia, en la China, en Sian, ni en el Japon; pero razon hay suficiente para que la padezcan dentro de algunos siglos. Mi��ntras tanto es bendicion de Dios lo que entre nosotros prospera, con particularidad en los ex��rcitos numerosos, que constan de honrados ganapanes muy bien educados, los quales deciden la suerte de los estados, y donde se puede afirmar con certeza, que quando pelean treinta mil hombres en campal batalla contra un ex��rcito igualmente numeroso, hay cerca de veinte mil galicosos por una y otra parte.
Portentosa cosa es esa, dixo Candido, pero es preciso tratar de curaros. ?Y c��mo me he de curar, amiguito, dixo Pangl��s, si no tengo un ochavo; y en todo este vasto globo �� nadie sangran, ni le administran una lavativa, sin que pague �� que alguien pague por ��l?
Estas ��ltimas razones determin��ron �� Candido �� irse �� echar �� los pi��s de su caritativo anabautista Santiago, �� quien pint�� tan tiernamente la situacion �� que se v��a reducido su amigo, que no dificult�� el buen hombre en hospedar al doctor Pangl��s, y curarle �� su costa. Esta cura no cost�� �� Pangl��s mas que un ojo y una oreja. Como sabia escribir y contar con perfeccion, le hizo el anabautista su tenedor de libros. Vi��ndose precisado �� cabo de dos meses �� ir �� Lisboa para asuntos de su comercio, se embarc�� con sus dos fil��sofos. Pangl��s le explicaba de qu�� modo todas las cosas estaban peifect��simamente, y Santiago no era de su parecer. Fuerza es, decia, que hayan los hombres estragado algo la naturaleza, porque no naci��ron lobos, y se han convertido en lobos. Dios no les di�� ni ca?ones de veinte y quatro, ni bayonetas, y ellos para destruirse han fraguado bayonetas y ca?ones. Tambien pudiera mentar las quiebras, y la justicia que embarga los bienes de los fallidos para frustrar �� los acreedores. Todo eso era indispensable, replic�� el doctor tuerto, y de los males individuales se compone el bien general; de suerte que quanto mas males particulares hay, mejor est�� el todo. Mi��ntras estaba argumentando, se obscureci�� el cielo, sopl��ron furiosos los vientos de los quatro ��ngulos del mundo, y �� vista del puerto de Lisboa fu�� embutido el nav��o de la tormenta mas hermosa.
CAPITULO V.
_De una tormenta, un naufragio, y un terremoto. De los sucesos del doctor Pangl��s, de Candido, y de Santiago el anabautista._
Sin fuerza y medio muertos la mitad de los pasageros con las imponderables bascas que causa el balance de un nav��o en los nervios y en todos los humores que en opuestas direcciones se agitan, ni aun para temer el riesgo tenian ��nimo: la otra mitad gritaba y rezaba; estaban rasgadas las velas, las xarcias rotas, y abierta la nave: quien podia trabajaba, nadie se entendia, y nadie mandaba. Algo ayudaba �� la faena el anabautista, que estaba sobre el combes, quando un furioso marinero le pega un fiero embion, y le derriba en las tablas; pero fu�� tanto el esfuerzo que al empujarle hizo, que se cay�� de cabeza fuera del nav��o, y se qued�� colgado y agarrado de una porcion del m��stil roto. Acudi�� el buen Santiago �� socorrerle, y le ayud�� �� subir; pero con la fuerza que para ello hizo, se cay�� en la mar �� vista del marinero que le dex�� ahogarse, sin dignarse siquiera de mirarle. Candido que se acerca, y ve �� su bienhechor que viene un instante sobre el agua, y que se hunde para siempre, se quiere tirar tras de el al mar; pero le detiene el fil��sofo Pangl��s, demostr��ndole que habia sido criada la cala de Lisboa con destino �� que se ahogara en ella el anabautista. Prob��ndolo estaba _�� priori_, quando se abri�� el nav��o, y todos pereci��ron, m��nos Pangl��s, Candido, y el desalmado marinero que habia ahogado al virtuoso anabautista; que el bribon sali�� �� salvamento nadando hasta la orilla, donde aport��ron Candido y Pangl��s en una tabla.
As�� que se recobr��ron un poco del susto y el cansancio, se encamin��ron �� Lisboa. Llevaban algun dinero, con el qual esperaban librarse del hambre, despues de haberse zafado de la tormenta. Apenas pusi��ron los pi��s en la ciudad, lament��ndose de la muerte de su bien-hechor, la mar embati�� bramando el puerto, y arrebat�� quantos nav��os se hallaban en ��l anclados; se cubri��ron calles y plazas de torbellinos de llamas y cenizas; hund��anse las casas, ca��an los techos sobre los cimientos, y los cimientos se dispersaban, y treinta mil moradores de todas edades y sex?s eran sepultados entre ruinas. El marinero tarareando y votando decia: Algo ganar��mos con esto. ?Qual puede ser la razon suficiente de este fen��meno? decia Pangl��s; y Candido exclamaba: Este es el
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