yo hemos trabajado
lo que no es decible para que lord Gray se franquease con nosotras, y
nos lo revelara; pero es tan prudente y callado, que guarda su secreto
como un avaro su tesoro. Lo sabemos por las criadas, por la
murmuración de algunas, muy pocas personas de las que van a la casa.
No hay duda de que es cierto, hijo mío. Ten resignación y no nos des
un disgusto. Cuidado con el suicidio.
--¿Yo?--dije afectando indiferencia.
--Toma, toma aire, que te incendias por todos lados--me dijo agitando
delante de mí su abanico--. Don Rodrigo en la horca no tiene más
orgullo que este general en agraz.
Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flora y los pasos de un hombre.
Doña Flora dijo:
--Pase usted milord, que aquí está la condesa.
--Mírale... verás--me dijo Amaranta con crueldad--y juzgarás por ti
mismo si la niña ha tenido mal gusto.
Entró doña Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura
de hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color
blanquísimo pero tostado que abunda en los marinos y viajeros del
Norte. El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto según el
gusto de la época, le caía en bucles sobre el cuello. Su edad no parecía
exceder de treinta o treinta y tres años. Era grave y triste pero sin la
pesadez acartonada y tardanza de modales que suelen ser comunes en la
gente inglesa. Su rostro estaba bronceado, mejor dicho, dorado por el
sol, desde la mitad de la frente hasta el cuello, conservando en la huella
del sombrero y en la garganta una blancura como la de la más pura y
delicada cera. Esmeradamente limpia de pelo la cara, su barba era como
la de una mujer, y sus facciones realzadas por la luz del Mediodía
dábanle el aspecto de una hermosa estatua de cincelado oro. Yo he
visto en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos años
después me hizo recordar a lord Gray.
Vestía con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de
paño muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban sortú,
y llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban a usarse.
Brillaban sobre su persona algunas joyas de valor, pues los hombres
entonces se ensortijaban más que ahora, y lucía además los sellos de
dos relojes. Su figura en general era simpática. Yo le miré y observé
ávidamente, buscándole imperfecciones por todos lados; pero ¡ay!, no
le encontré ninguna. Mas me disgustó oírle hablar con rara corrección
el castellano, cuando yo esperaba que se expresase en términos
ridículos y con yerros de los que desfiguran y afean el lenguaje; pero
consolome la esperanza de que soltase algunas tonterías. Sin embargo
no dijo ninguna.
Entabló conversación con Amaranta, procurando esquivar el tema que
impertinentemente había tocado doña Flora al entrar.
--Querida amiga--dijo la vieja--, lord Gray nos va a contar algo de sus
amores en Cádiz, que es mejor tratado que el de los viajes por Asia y
África.
Amaranta me presentó gravemente a él, diciéndole que yo era un gran
militar, una especie de Julio César por la estrategia y un segundo Cid
por el valor; que había hecho mi carrera de un modo gloriosísimo, y
que había estado en el sitio de Zaragoza, asombrando con mis hechos
heroicos a españoles y franceses. El extranjero pareció oír con suma
complacencia mi elogio, y me dijo después de hacerme varias
preguntas sobre la guerra, que tendría grandísimo contento en ser mi
amigo. Sus refinadas cortesanías me tenían frita la sangre por la
violencia y fingimiento con que me veía precisado a responder a ellas.
La maligna Amaranta reíase a hurtadillas de mi embarazo, y más
atizaba con sus artificiosas palabras la inclinación y repentino afecto
del inglés hacia mi persona.
--Hoy--dijo lord Gray--hay en Cádiz gran cuestión entre españoles e
ingleses.
--No sabía nada--exclamó Amaranta--. ¿En esto ha venido a parar la
alianza?
--No será nada, señora. Nosotros somos algo rudos, y los españoles un
poco vanagloriosos y excesivamente confiados en sus propias fuerzas,
casi siempre con razón.
--Los franceses están sobre Cádiz--dijo doña Flora--, y ahora salimos
con que no hay aquí bastante gente para defender la plaza.
--Así parece. Pero Wellesley--añadió el inglés--ha pedido permiso a la
Junta para que desembarque la marinería de nuestros buques y defienda
algunos castillos.
--Que desembarquen; si vienen, que vengan--exclamó Amaranta--. ¿No
crees lo mismo, Gabriel?
--Esa es la cuestión que no se puede resolver--dijo lord Gray--, porque
las autoridades españolas se oponen a que nuestra gente les ayude.
Toda persona que conozca la guerra ha de convenir conmigo en que los
ingleses deben desembarcar. Seguro estoy de que este señor militar que
me oye es de la misma opinión.
--Oh, no señor; precisamente soy de
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.