Cádiz | Page 6

Benito Pérez Galdós
alta cuna, que
emplea sabiamente su dinero en alegrar la existencia de cuantos le
rodean. Es galante sin afectación, y más bien serio que jovial.
»¡Ay, pobrecito! ¿Lo comprendes ahora? ¿Llegarás a entender que hay
en el mundo alguien que puede ponerse en parangón con el Sr. D.
Gabriel Tres-al-Cuarto? Reflexiona bien, hijo; reflexiona bien quién
eres tú. Un buen muchacho y nada más. Excelente corazón, despejo
natural, y aquí paz y después gloria. En punto a posición oficialito del
ejército... bien ganado, eso sí... pero ¿qué vale eso? Figura... no mala;
conversación, tolerable; nacimiento humildísimo, aunque bien pudieras
figurarlo como de los más alcurniados y coruscantes. Valor, no lo
negaré; al contrario, creo que lo tienes en alto grado, pero sin brillo ni
lucimiento. Literatura, escasa... cortesía, buena... Pero, hijo, a pesar de
tus méritos, que son muchos, dada tu pobreza y humildad, ¿insistirás en
hacerte indestronable, como se lo creyó el buen D. Carlos IV que
heredó la corona de su padre? No, Gabriel; ten calma y resígnate.
El efecto que me causó la relación de mi antigua ama fue terrible.
Figúrense ustedes cómo me habría quedado yo, si Amaranta hubiera
cogido el pico de Mulhacén, es decir, el monte más alto de España... y
me lo hubiese echado encima.
Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.

III
¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía hacer? Callarme y sufrir. Pero
el hombre aplastado por cualquiera de las diversas montañas que le
caen encima en el mundo, aun cuando conozca que hay justicia y lógica
en su situación, rara vez se conforma, y elevando las manecitas pugna
por quitarse de encima la colosal peña. No sé si fue un sentimiento de
noble dignidad, o por el contrario un vano y pueril orgullo, lo que me
impulsó a contestar con entereza, afectando no sólo conformidad sino
indiferencia ante el golpe recibido.

--Señora condesa--dije--, comprendo mi inferioridad. Hace tiempo que
pensaba en esto, y nada me asombra. Realmente, señora, era un
atrevimiento que un pobretón como yo, que jamás he estado en la India
ni he visto otras cataratas que las del Tajo en Aranjuez, tenga
pretensiones nada menos que de ser amado por una mujer de posición.
Los que no somos nobles ni ricos, ¿qué hemos de hacer más que
ofrecer nuestro corazón a las fregatrices y damas del estropajo, no
siempre con la seguridad de que se dignen aceptarlo? Por eso nos
llenamos de resignación, señora, y cuando recibimos golpes como el
que usted se ha servido darme, nos encogemos de hombros y decimos:
«paciencia». Luego seguimos viviendo, y comemos y dormimos tan
tranquilos... Es una tontería morirse por quien tan pronto nos olvida.
--Estás hecho un basilisco de rabia--me dijo la condesa en tono de
burla--, y quieres aparecer tranquilo. Si despides fuego... toma mi
abanico y refréscate con él.
Antes que yo lo tomara, la condesa me dio aire con su abanico
precipitadamente. Sin ninguna gana me reía yo, y ella después de un
rato de silencio, me habló así:
--Me falta decirte otra cosa que tal vez te disguste; pero es forzoso tener
paciencia. Es que estoy contenta de que mi hija corresponda al amor del
inglés.
--Lo creo señora--respondí apretando con convulsa fuerza los dientes,
ni más ni menos que si entre ellos tuviera toda la Gran Bretaña.
--Sí--prosiguió--, todo suceso que me dé esperanzas de ver a mi hija
fuera de la tutela y dirección de la marquesa y la condesa, es para mí
lisonjero.
--Pero ese inglés será protestante.
--Sí--repuso--, mas no quiero pensar en eso. Puede que se haga católico.
De todos modos, ese es punto grave y delicado. Pero no reparo en nada.
Vea yo a mi hija libre, hállese en situación tal que yo pueda verla,
hablarla como y cuando se me antoje, y lo demás... ¡Cómo rabiaría

doña María si llegara a comprender...! Mucho sigilo, Gabriel; cuento
con tu discreción. Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía se
opusiera a que se casase Inés con él. ¡Ay!, luego nos marcharíamos los
tres a Inglaterra, lejos, lejos de aquí, a un país donde yo no viera
pariente de ninguna clase. ¡Qué felicidad tan grande! ¡Ay! Quisiera ser
Papa para permitir que una mujer católica se casara con un hombre
hereje.
--Creo que usted verá satisfechos sus deseos.
--¡Oh!, desconfío mucho. El inglés aparte de su gran mérito es bastante
raro. A nadie ha confiado el secreto de sus amores, y sólo tenemos
noticias de él por indicios primero y después por pruebas irrecusables
obtenidas mediante largo y minucioso espionaje.
--Inés lo habrá revelado a usted.
--No, después de esto, ni una sola vez he conseguido verla. ¡Qué
desesperación! Las tres muchachas no salen de casa, sino custodiadas
por la autoridad de doña María. Aquí doña Flora y
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