Arroz y Tartana | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
veinte palabras mezcló varias veces el debe y el haber, viose
interrumpido por su principal, don Antonio Cuadros, que tras media
hora de regateo acababa de vender el tapabocas para el chicuelo
panzudo.
--Pero siéntese usted, Manuela... a menos que quiera usted molestarse
subiendo al entresuelo. Teresa se alegrará de verla.
--No, Antonio; otro día vendré con menos prisa: he entrado para
esperar a Nelet y continuar las compras.
--Pues entonces bajará ella.... ¡Muchacho, avisa a la señora que está
aquí doña Manuela! Un aprendiz lanzóse a la carrera por una
puertecilla obscura que se abría en la anaquelería: una de esas gargantas
de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como
intestinos, que sólo se encuentran en las casas donde las necesidades
del comercio y la aglomeración de mercancías disputan a las personas
el terreno palmo a palmo.
Sentáronse los tres en sillas de lustrosa madera, y doña Manuela, por
costumbre, habló de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos;
eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una
tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que,
a fuerza de repetidas, habían pasado a ser lugares comunes. Mal iba
todo, y la culpa la tenía el gobierno, un puñado de ladrones que no se
preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el
vino, tenían dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ¡Santo
cielo! ¡Pensar el paño negro y fino que él había vendido a la gente de la
Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pañuelos que se
habían empaquetado sobre aquel mostrador...! ¡Y todos pagaban en
oro...! Pero ahora, ¡las cosechas no tenían salida, no había dinero, el
comercio iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes! Él aún iba

tirando; pero sí la «cosa» continuaba de tal modo, acabaría por cerrar la
tienda y morir en el Hospital.
--¡Qué tiempos aquéllos, ¿eh, Manuela? cuando vivía el padre de
éste--señalando a Juan--y yo era sólo primer dependiente! Entonces,
aunque me esté mal el decirlo, todos los años, al hacer el inventario,
quedaban dos o tres mil duritos para guardar. ¡Oh! Aunque me esté mal
el decirlo... usted pilló los buenos tiempos.... ¿No es eso, Manuela?
Pero Manuela se limitaba a callar y a sonreír. Todo aquello, aunque a
don Antonio «le estaba mal el decirlo», lo había dicho y repetido
cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto
a su muletilla «aunque le estaba mal el decirlo», gozaba el privilegio de
poner nerviosa a doña Manuela, que tenía por tonto rematado a su
antiguo dependiente.
Abrióse una portezuela del mostrador y entró en la tienda la esposa de
don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el
cutis lustroso que produce una vida de encierro e inercia y que le ciaban
cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retratábase
en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo más
característico en su persona eran los relucientes rizos aplastados por la
bandolina, que cubrían su ancha frente como una cortinilla festoneada,
y la costumbre de cruzar las manos sobre el vientre, luciendo en los
dedos un surtidor de sortijas falsas.
Hubo besos y abrazos sonoros, pero notábase en las dos mujeres cierta
desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de
castas. La esposa del comerciante era sólo Teresa, mientras que ésta
llamaba siempre doña Manuela a la madre de Juanito, y en sus palabras
notábase un acento lejano de humilde subordinación. Los años y el
frecuente trato no habían podido borrar el recuerdo de la época en que
Teresa era criada en aquella tienda y el escándalo de los señores al
verla casada con el dependiente principal. Además, Teresa no había
ascendido un solo peldaño en la escala de la vanidad; en presencia de
doña Manuela revelábase siempre la antigua criada, y aceptaba como
una confianza inaudita que la señora la tratase con las mismas
consideraciones que a un igual.

--Sí, doña Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensarnos visitarla a
usted y a las niñas; ¡pero estamos siempre tan ocupados...! ¡Vaya,
vaya...! ¡Qué sorpresa...! ¡Cuánto me alegro de verla!
Y con esto se agotó el repertorio de frases de la buena mujer, que se
sentía cohibida en presencia de la señora, hablando poco por temor a
decir disparates y atraerse el enojo del esposo, a quien admiraba como
modelo de finura y bien decir.
--Y ¿cómo van las compras?--apuntó don Antonio al notar el mutismo
de su compañera--. Ésta ha salido por la mañana a hacer la provisión de
Pascuas y ha encontrado los precios por las nubes.
--¡Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza,
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