Arroz y Tartana | Page 7

Vicente Blasco Ibáñez
de
la plaza.
Doña Manuela estaba inmóvil, repasando mentalmente sus compras
para saber lo que faltaba. La muchedumbre se agitó con nervioso oleaje,
despidiendo gritos y carcajadas. Ahora, las chicuelas que vendían sin
licencia corrían perseguidas hacia la calle de San Fernando, y otra vez
el rebaño de la miseria, greñudo, sucio, con las ropas caídas, pasó
azorado y veloz con triste chancleteo, arrollándolo todo, mostrando la

palidez del hambre a la muchedumbre glotona y feliz.
Doña Manuela dio sus órdenes. Podían regresar los dos a casa y volver
Nelet con la espuerta vacía. Quedaba por comprar el pavo, los turrones
y otras cosas que tenía en memoria. Ella aguardaría en la «tienda».
Y esta palabra bastó para que la entendieran, pues en casa de doña
Manuela, la «tienda» era por antonomasia el establecimiento de Las
Tres Rosas, y fuera de ella no se reconocía otra tienda en Valencia.
Colocada entre la calle de San Fernando y la de las Mantas, en el punto
más concurrido del Mercado, participaba del carácter de estas dos vías
comerciales de la ciudad. Era rústica y urbana a un tiempo; ofrecía a los
huertanos un variado surtido de mantas, fajas y pañuelos de seda, y a
las gentes de la ciudad las indianas más baratas, las muselinas más
vistosas. Ante su mostrador desfilaban la bizarra labradora y la modesta
señorita, atraída por la abundancia de géneros de aquel comercio a la
pata la llana que odiaba los reclamos, ostentando satisfecho su título de
_Casa fundada en 1832_, y cifraba su orgullo en afirmar que todos los
géneros eran del país, sin mezcla de tejidos ingleses o franceses.
Doña Manuela detúvose al llegar frente a la tienda y abarcó su exterior
con una ojeada. Del primer piso, y cubriendo el rótulo ajado de la casa,
Antonio Cuadros, _sucesor de García y Peña_, colgaban largas cortinas
formadas de mantas que parecían mosaicos, orladas con complicados
borlajes y apretadas filas de madroños; fajas obscuras, matizadas a
trechos con gorros rojos y azules prendidos con alfileres; pañuelos de
seda con piezas de docena, ondulados como nacarado oleaje, y percales
estampados, mostrando pájaros fantásticos y ramajes quiméricos con
rabiosos colorines que conmovían placenteramente a las bellezas de la
huerta.
En el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había hecho
famoso al establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con tres
rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los transeúntes con
ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado
por las huellas de cien generaciones de moscas.

Doña Manuela entró en la tienda. El mismo aspecto de otros tiempos,
aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaquelería, de
madera vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador telas y más telas
extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; dependientes con el
pelo aceitoso y las brillantes tijeras asomando por la abertura del
bolsillo, y mujeres discutiendo con ellos, como si estuvieran en el
centro del Mercado, abrumándolos con irritantes exigencias.
--Voy al momento, Manuela. Siéntese usted.
El que así hablaba era un hombre fornido, de áspero bigote, estrecha
frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las puntas
hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una
sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos
mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo barrigudo, y era de
admirar la paciencia con que aquel hombre, siempre sonriendo, sufría a
las feroces compradoras, que por seis reales regateaban durante ¿media
hora.
Doña Manuela atendía con interés las palabras de los compradores y no
volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita--a la que
pomposamente llamaban despacho--y saltaba velozmente el mostrador.
--Siéntese usted, mamá.
Era Juanito quien la hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la
misma tienda, que seguía agarrado a ella «sin servir para nada», como
decía su madre, y sin querer ser otra cosa que comerciante.
Estaba próximo a los treinta años. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo
cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le comía gran parte del
rostro, dándole un aspecto terrorífico de bandido de melodrama; pero
no era más que un antifaz, pues examinándolo bien, bajo la máscara de
pelo veíase la cara sonrosada e inocente de un ruño, la mirada tímida y
la sonrisa bondadosa de esos seres detenidos en la mitad de su
crecimiento moral, que aunque mueran viejos son débiles y blandos,
faltos de voluntad, incapaces de vivir sin el calor que presta el cariño.

--¡Ah! ¿Eres tú, Juanito...?--dijo doña Manuela--. ¿Qué hacías?
--Lo de siempre. Estaba trabajando en los libros de la casa, ordenando
el trabajo para el próximo inventario de fin de año.
Y Juanito, que hablaba con cierto entusiasmo de sus tareas, y en menos
de
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