y aún
me falta lo más importante. A propósito: cambíenme ustedes este
billete de cincuenta pesetas.
Y Juanito, que hasta entonces había permanecido silencioso,
contemplando a su madre con la misma expresión de arrobamiento que
si fuese un amante, se apresuró a cumplir su deseo, y casi la arrebató el
ajado billete que había sacado del limosnero, corriendo después al
mostrador.
--¡Cómo la quiere a usted ese chico, Manuela!--dijo el comerciante.
--No puedo quejarme de los hijos. Juanito es muy bueno.... Pero ¿y
Rafael? Cada vez estoy más orgullosa de él.... ¡Qué guapo!
--Es el vivo retrato de su padre, el segundo marido de usted.
Estas palabras de Teresa debieron halagar mucho a la señora, pues
correspondió a ellas con una sonrisa.
--Pero oiga usted, Manuela: tengo entendido que Rafael le da muchos
disgustos.
--Algo hay de eso; pero... ¿qué quiere usted, Antonio? Cosas de la edad.
A la juventud hay que dejarla divertirse. Por eso es tan elegante y tiene
buenas relaciones.
--Pero no estudia ni hace nada de provecho--dijo el comerciante, con la
inflexibilidad de un hombre dedicado al trabajo.
--Ya estudiará; talento le sobra para ser sabio. Su padre fue un tronera y
vea usted adonde llegó.
Y doña Manuela dijo esto con el mismo énfasis que si fuese la viuda de
un hombre eminentísimo.
Juan había vuelto con el cambio del billete en monedas de plata, y su
presencia hizo variar la conversación. Doña Manuela habló de la cena
que aquella noche daba en su casa. Las niñas, Rafael y Juanito, unos
amigos de aquél... en fin, un buen golpe de gente joven y alegre, que
bailaría, cantaría y sabría divertirse sin faltar a la decencia, hasta llegar
la hora de la misa del Gallo. También esperaba que fuese Andresito, el
hijo de don Antonio, un muchacho paliducho y mimado, vástago único,
que cursaba el segundo año de Derecho, hacía versos, y en compañía de
Juanito iba muchas veces a casa de doña Manuela, con fines no tan
ocultos que ésta no torciese el gesto manifestando disgusto.
Y después de haber nombrado al hijo de la casa, volvía a insistir sobre
los amigos de su Rafael, todos gente distinguida, chicos de grandes
familias, que asistían a sus reuniones y organizaban fiestas con las que
se pasaba alegremente el tiempo.
--Esta época, amigo Antonio, es muy diferente de la nuestra. Ahora, a
los veinte años se sabe mucho más y se conoce la vida. Hay que dar a la
juventud lo que le pertenece, aunque rabien los rancios como mi
hermano o el bueno de don Eugenio. Y a propósito: ¿qué es de don
Eugenio?
El hombre por quien preguntaba doña Manuela era el fundador de la
tienda de Las Tres Rosas, don Eugenio García, el decano de los
comerciantes del Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta años en
cada pierna, como él decía, y mostrábase orgulloso de no haber usado
jamás sombrero, contentándose con la gorrilla de seda, que, según él,
era el símbolo de la honradez, la economía y la seriedad del antiguo
comercio, rutinario y cachazudo.
La tienda había pasado de sus manos a las del primer marido de doña
Manuela, y de éste a su actual dueño; pero don Eugenio no había
dejado de vivir un solo día en aquella casa, fuera de la cual no
comprendía la existencia.
Como un censo redimible sólo por la muerte, se habían impuesto los
dueños de la tienda la obligación de mantener y dar albergue a don
Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solterón
áspero y malhumorado, entraba y salía sin decir una palabra; comía lo
que le daban; en los días que hacía buen tiempo paseaba por la
Alameda con un par de curas tan viejos como él, y cuando llovía o el
viento era fuerte, no salía de la plaza del Mercado e iba de tienda en
tienda con su gorra de seda, su capita azul y su bastón muleta, para
echar un párrafo con los veteranos del comercio reposado y a la antigua,
cuyas excelencias eran el tema obligado de la conversación. Don
Antonio sonrió al hacer doña Manuela la pregunta.
--¿Don Eugenio...? No sé dónde estará, pero de seguro que no ha salido
del Mercado. En días como éste le gusta presenciar las compras, y pasa
horas enteras embobado ante las vendedoras, aunque lo empujen y lo
golpeen. Sigue fiel a sus manías; nunca dice adonde va, y eso que,
aunque me esté mal el decirlo, aquí se le traía con las mayores
consideraciones.
Doña Manuela se levantó al ver en una de las puertas a Nelet, que
volvía de casa con la espuerta vacía.
--Buenas tardes. Aún tengo que hacer muchas compras. Adiós, Antonio;
un beso, Teresa; y no olviden ustedes que esperamos a Andresito esta
noche. Adiós, Juan.
La esposa
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.