Angelina | Page 6

Rafael Delgado
no se
paga un peso.... Sin embargo, si quieres, haremos un esfuerzo, cueste lo
que costare. ¿Tienes que estudiar mucho todavía? Pues si no es mucho,
si no es mucho alcanzará. ¡Aunque me quede sin nada! ¡Al fin, para lo

que yo he de vivir! Al fin no hago más que pagar lo que a los amos les
debo....
Y sin dejarme contestar pasó a otra cosa.
--Pero, niño... ¡si estás tamaño! ¡qué grande! ¡qué buen mozo!
Detúvose delante de una casa de pobre apariencia. Asió el llamador, y
--¡Tan! ¡Tan!
No tardaron en abrir. Apareció una joven que me miró con insistente
curiosidad.
--Entren...--dijo.
--¡Doña Carmelita!--gritó Andrés, entrando,--¡Doña Carmelita! ¡Aquí
está el niño! ¡Muy grande! Y... ¡muy formal!
No sabía yo por dónde dirigirme. Llegaron a mis oídos voces conocidas,
sonó en la cerradura de la puerta contigua ruido de llave, y salió mi tía
Pepa, tendiendo los brazos.
--¡Muchacho! ¡Muchacho! Mi Rorró, ven, ven para que te abrace!
Estrechándome, repetía con su locuacidad de siempre:
--¡Niño de mi alma! ¡Si estás tan alto que no te alcanzo! Entra para que
te veamos.
La emoción la ahogaba. Me besó en las mejillas, como si fuera yo un
chiquitín. Estaba llorando. Me dejó húmedo el rostro.
--¡Entra para que te vea Carmen!--Y agregó sigilosamente,
agarrándome de un brazo:--La pobrecilla está muy malita, muy malita.
Te vas a entristecer al verla. No te lo hemos dicho para que no
perdieras la tranquilidad en tus estudios. El doctor Sarmiento dice que
no tiene remedio; pero que la cosa va larga; vivirá así, tullida, más o
menos, pero que eso de sanar, sólo por milagro.... Pero mira, mira,

tengo mucha fe en la Santísima Virgen. Entra, Rorró, entra. La pobre
Carmen se va a poner tan contenta. Todito el santo día ha estado
diciendo: «¿Por dónde vendrá mi señor don Rofoldo? ¿Por dónde
vendrá? ¡Dios quiera y no le pase una desgracia!»
Entramos en la salita. ¡Qué pobre y qué triste! De una ojeada, a la luz
de la vela que traía la joven que nos abrió la puerta, aprecié lo que
encerraba: algunos muebles vetustos; sillas seculares de alto respaldar y
garras de león, resto de antiguos esplendores domésticos; dos
rinconeras con sus nichos de hoja de lata; un sofá tapizado de cerda.
En la pieza siguiente, cerca de la ventana cerrada, yacía la enferma
sentada en un sillón de vaqueta, envuelta en grueso pañolón de lana. En
la cabeza tenía un pañuelo blanco, atado bajo la barba.
--¡Rodolfito!--exclamó con acento débil--¡Rodolfito! ¡Ven, dame un
abrazo; mira que no puedo levantarme!
Llegué a su lado y me incliné para estrecharla contra mi pecho y darle
un beso en la frente. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. Apenas
podía hablar. Levantó el único brazo que tenía expedito, y me
acariciaba con dulzura infantil.
--¡Aquí, a mi lado! Siéntate aquí, mientras te ponen la cena. ¿Tendrás
hambre, no es cierto? Se come muy mal por esos caminos. ¡Pepa, Pepa!
Pon la vela aquí, cerca, para que vea yo bien al señor de la casa.
Tía Carmen arrimó la mesita, en la cual, en un candelero de latón, ardía
con luz rojiza una vela de sebo. Como no me viese a su gusto, insistió
impaciente:
Obedeciéronla. Me senté a su lado. Andrés y tía Pepa permanecían de
pie delante de nosotros. Desde la puerta, que daba paso a las
habitaciones interiores, la joven nos veía. Era alta y esbelta; vestía de
blanco, y me pareció de singular hermosura.
La enferma secó sus lágrimas. Siempre fué adusta y severa; jamás
lisonjeaba, nunca tenía una frase dulce y afable. La enfermedad había

quebrantado aquel carácter entero, férreo, como de una pieza. Ahora
tenía ternuras y delicadezas que conmovían profundamente.
--¡Vamos, ya te veo a mi gusto! ¡Jesús! ¡Qué guapo que estás! Mira,
Pepa, mira: ¡ya tiene bigotito! ¡Enterito a su abuelo!
Su voz era débil y apagada. Como si el pensamiento la abandonara para
volar hacia las regiones de ultra-tumba, quedóse la anciana silenciosa,
fija en el suelo la mirada. Después de un rato prosiguió, sonriendo
dolorosamente, con esa sonrisa de los ancianos próximos a morir:
--¿Cómo me encuentras, hijo? ¿Mal, verdad? ¿Te acuerdas? ¡Antes tan
fuerte, tan activa! ¡Estaba yo en todo! Ahora, aquí me tienes, como
presa, como si tuviera grillos... ¡peor que si los tuviera! Aquí me tienes,
clavada en el butaque, sin poder dar un paso; sin poder ayudar a tu tía.
¡La pobrecilla, que no para! Y yo que en nada le aligero el trabajo;
antes, al contrario, le doy quehacer. ¡Estos nervios, hijo! Don Pancho
Sarmiento, (es muy bueno con nosotras, ¡si vieras!) dice que todo lo
que tengo es cosa de los nervios. ¡Nervios, nervios, y ello es que a mí
se me van las fuerzas más y más cada día!...
Cuando dijo
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