Angelina | Page 7

Rafael Delgado
esto me hizo una señal de inteligencia, como indicándome
que la engañaban, que ella no creía nada de cuanto le decían acerca de
su enfermedad.
--Que te pongan la cena. Mientras hablaremos de otra cosa. Para cosas
tristes, tiempo habrá.
Procuré tranquilizarla. Le referí mil casos de enfermedades nerviosas
que tenían aspecto de gravísimos males, y que con el tiempo y el
cuidado habían desaparecido, dejando a los pacientes buenos y sanos.
Pareció convencida y, volviéndose a mí, me dijo sonriendo:
--Te habrás paseado mucho. Vas a ver esto muy triste. Tendrás razón,
hijo; aquí nadie se mueve; todos viven como cansados, como
abrumados de fastidio. Saliste bien de tus exámenes, ¡ya lo sabemos!
Nos lo dijo Ricardito Tejeda la noche que vino a visitarnos. El

pobrecillo te quiere mucho. Nos contó que tenías mucho miedo.
Nosotras rezamos por tí; Pepa fué a misa ese día, y yo le encendí una
lamparita a San Luisito, a tu San Luisito, para que te sacara con bien.
Y dime, ¿te entregaron el dinero que te mandamos para el traje? Ya
sabemos que sí; pero te lo pregunto por saber si te lo dieron a tiempo.
--Sí; y por cierto que sentí mucho que ustedes hicieran ese sacrificio....
--¡Ah muchacho! ¿Ya vienes con lo del sacrificio, como en todas tus
cartas? ¡Qué sacrificio!
--No, tía, pero....
--Era preciso que te presentaras bien. Por fortuna en esos días
recibimos un dinerito, el de la casa. ¿Ya sabes que la vendimos?
--Sí;--contesté--creo que me lo escribieron.
--Tú dirás: ¡estaba ya tan vieja! En reponerla se hubiera gastado más.
Comprendí que trataban de engañarme, de hacerme creer que vivían
cómodamente.
--Mira, Pepa: que le pongan a éste la cena. ¡Se come tan mal por esos
caminos!...
Mi tía, la joven y Andrés se retiraron al comedor. No tardaron en
llamarme. La joven se presentó diciendo:
--Que ya está la cena....
Acaricié a mi pobre tía, y pasé al sitio donde me esperaban. Las buenas
señoras quisieron tratarme a cuerpo de rey, y sin embargo, ¡qué cena
tan modesta y tan triste!

III

Cerré la puerta, dejó en la mesa la brillante palmatoria, y de un soplo
apagué la bujía.
De codos en el alféizar me puse a contemplar el cielo. Los vientos
otoñales habían extendido en pocos minutos negro manto de nubes,
uniformemente obscuras, y sólo en un punto ralas y tenues, hacia el
Oriente, donde a través de blancos velos dejaban adivinar las más altas
regiones del éter, los océanos superiores del aire, limpios, surcados por
mil celajes voladores. Oíase el ruido lejano de la lluvia. Las plantas del
jardincillo se balanceaban rumorosas. Las adelfas columpiaban sus
tallos flexibles; los floripondios mecían en la obscuridad sus campanas
de raso, y en la espléndida copa de un naranjo las primeras gotas,
gruesas y resonantes, caían con ímpetu extraordinario, precursoras de
un largo aguacero.
Estaba yo en la casa de los míos. Pero ¡ay! qué triste aparecía ante mis
ojos. No era aquella casita la casita alegre y risueña que me vió nacer,
que albergó mi niñez y que me vió salir de allí bañado en lágrimas. ¡La
casa de mis padres era ajena! ¿Quiénes la habitaban? Acaso quien no
era capaz de amarla y de estimar sus bellezas. Allí murieron mis padres,
dejándome en la cuna; allí el abuelo se durmió tranquilamente en el
Señor; allí corrió mi vida regocijada y venturosa. ¡Con qué pena
dejarían mis tías aquella casa, centro de todos sus afectos, relicario de
los más dulces recuerdos! Me la imaginaba, y mis ojos se llenaban de
lágrimas. Bien visto, estaba solo; las buenas ancianas pronto
emprenderían el eterno viaje, y me quedaría yo abandonado en un
mundo que me causaba miedo.
La lluvia arreciaba. Truenos lejanos, pálido fulgurar de relámpagos
distantes, anunciaban que la tempestad invadía la cordillera. El agua
caía a torrentes. En el naranjo aleteaban los pájaros, amedrentados al
sentir inundado su nido. Una mariposa nocturna pasó rozándome la
frente.
Encendí la bujía y cerré la vidriera. Allí estaba mi lecho de niño: la
camita de hierro con sus blancas colgaduras, y por la cual había yo
suspirado tantas veces en el frío y desolado dormitorio del colegio. Allí
estaba el aguamanil provisto de todo, con su toalla tejida por la tía Pepa.

Junto a la cama, arriba del buró, el cuadrito de San Luis Gonzaga.
Enfrente, sobre la cómoda, el retrato del abuelito. A un lado un estante
lleno de libros, y cerca de la ventana el pupitre del escolar, el negro
pupitre de estudiante, compañero cariñoso del niño, confidente de sus
amarguras, casi testigo de sus triunfos, mudo depositario de sus
esperanzas. Allí había colocado la mano discreta de la tía mis primeros
libros de estudia, conservados cuidadosamente en la familia; desde el
Catecismo de Ripalda y el Fleury, hasta
Continue reading on your phone by scaning this QR Code

 / 117
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.