Angelina | Page 5

Rafael Delgado
echando ternos contra el Gobierno, que cobraba
semejantes impuestos sin mantener en los caminos ni un soldado,
volvió a su asiento y a su zarape multicolor.
Allí el vehículo comenzó a dar tumbos y más tumbos. Las calles de
Villaverde estaban peores que la carretera. Fuí reconociendo las casas y
sitios de aquel barrio perdidos en mi memoria. Tenduchas solitarias,
alumbradas por un farolillo; casucas de madera deshabitadas y
miserables; expendios de bebidas y comestibles, donde grupos de
obreros y campesinos charlaban y fumaban frente a un vaso de toronjil
o de naranja amarga. Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas;
ancho portal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía
una fogata; luego, la calle anchísima.... Allí más animación, más vida;

gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas
de petróleo, que solo servían para dejar que se viese la obscuridad;
jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; un
almacén de ultramarinos, EL PUERTO DE VIGO, iluminado
profusamente, centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas
de sardinas el reflejo de los quinqués; una botica soñolienta,
hipnotizada por sus reverberos y sus aguas de colores, la botica de don
Procopio Meconio; delante del mostrador un marchante en espera;
detrás un mancebo que hacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla
con un amigo.
Al pasar por el Convento reconocí al P. Solis que sabía muy tranquilo,
embozándose en la capa; dos calles adelante al doctor Sarmiento, lo
mismo que siempre, con levita larga, el bastón bajo el brazo y el
sombrero espeluznado caído hacia la nuca. Por fin... ¡la Casa de
Diligencias! El zaguán abierto de par en par, personas que aguardaban,
mozos dispuestos para cerrar la puerta luego que entrase el ruidoso
vehículo.
¡Hemos llegado! El Administrador, un joven cejijunto, de negra y
espesa barba, un poquito cargado de espaldas, sale a recibir a los
viajeros, seguido de varios curiosos, los cuales, viendo que no han
llegado amigos, ni parientes, ni personajes notables, ni muchachas
bonitas, se retiran mohínos, haciendo un gesto de contrariedad.
Pronto las mulas quedan desenganchadas. Un momento antes entraban
sudorosas, echando espuma, sacando chispas del empedrado; ahora se
pasean solas por el gran patio, arrastrando las cadenas, sonando sus
cadenas tintinantes.
El ganadero recoge cajitas y bultos chicos, se echa al hombro el zarape,
y baja de un salto. Cortés y comedido ayuda a la anciana que no sin
dificultades llega a tierra, toda envarada y adolorida. Sigo yo, cargando
el abrigo y la exigua maleta estudiantil, y buscando a mis tías. ¡En vano!
¡No estaban allí! Se habrían retardado.... Creerían que la diligencia
llegaba más tarde.... Me dispuse a salir cuando sentí que me tocaban el
hombro.

--¡Aquí estoy! ¿Ya no me conoces? ¿No me conoce usted? Soy Andrés.
Era un antiguo criado nuestro que cuando la familia vino a menos dejó
la casa y se dedicó al comercio.
--¡Andrés! ¿Tú?
--¡Qué grande está usted!
--No me hables así. ¡De tú! ¡De tú!
El buen viejo, trémulo de emoción, arrasados en lágrimas los ojos, me
echó los brazos.
--¡Estás hecho un hombre! ¡Y qué buen mozo! ¡Si el amo viviera!... ¡Si
tu mamá pudiera verte!...
--¿Y mis tías?
--No vinieron.... Ya sabes: como doña Carmelita está un poco mala....
--¿De qué?--pregunté inquieto.
--Lo de siempre.... Los achaques.... Anda, que te están esperando.
Dame la maletita. ¿No dejas nada?
--No; mañana temprano vendrás por el baúl.
En marcha. A la salida me despedí, muy de prisa, de mis compañeros
de viaje.
Andrés no dejaba de verme ni de acariciarme. A cada paso me decía.
--Pero, niño... ¡si estás tamaño!

II
Tomé por calles que conducían a la casa paterna. En ella debían vivir

mis tías. Nadie me había dicho lo contrario hasta que Andrés me
detuvo:
--¿A dónde vas? ¿Ya no conoces tu tierra?
--A casa.
--Si ya no viven donde antes.
--¿Pues dónde?...
--Por aquí....
Echándome el brazo me impulsó a seguir por una callejuela.
--¿Cuándo mudaron de casa?
--¡Uh! ¡Hace tiempo! Como vendieron la casita.... Yo les dije que no lo
hicieran; pero fué preciso....
Estas palabras del antiguo servidor de mis padres fueron para mí como
un rayo de luz. Todo lo comprendí. La situación de mis tías era, sin
duda, por extremo precaria. Ahora me daba yo cuenta de la tristeza que
informaba sus cartas; ahora estimaba yo en lo justo la magnitud de sus
afanes y de sus sacrificios.
Andrés prosiguió:
--Están muy pobres. No han querido decirte nada para no afligirte. ¡Las
pobrecitas te quieren mucho!
--¡Que si me quieren! ¡Vaya!
--Nada les digas. Veremos a ver por dónde salen. Para tu gobierno: ya
no pueden seguir dándote la mesada. Las ayudo cuanto puedo, pero ya
comprenderás que no les doy mucho; los tiempos están malos;
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