Angelina | Page 4

Rafael Delgado
Eucarístico.
Me parece que veo al sacerdote, venerable anciano de aspecto
dulcísimo como San Vicente de Paul, que, seguido de los acólitos que
vestían mantos nuevos y sobrepellices limpias, descendía, trayendo en
una mano áureo copón, y en la otra la Forma Inmaculada.
De un lado las niñas, cubiertas con velos vaporosos, ceñida la sién de
rosas blancas; del opuesto nosotros, los varoncitos, de gala, ornado el
brazo con un moño de moaré flecado de oro. Y luego, la salida del
Templo, después de dar gracias. ¡Ah! ¡Qué alegremente que repicaban
las campanas! ¡Cómo olían los aires a primavera! Venían las brisas
cargadas de azahar, y esparcían por la ciudad no sólo el aroma de los
naranjales, sino los mil olores de los huertos y de los bosques cercanos;
los aromas embriagantes de las amapolas, de los acónitos y de los
jinicuiles florecidos, como si la naturaleza despilfarrara todos sus
perfumes en obsequio de los niños que volvían a sus hogares. Y allí,
¡qué fiesta tan hermosa! ¡Qué desayuno aquel! ¡El comedor que parecía
un jardín! Sobre blanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en
fuentes que sólo salían cuando repicaban recio, pasteles, tortas,
hojaldres, las bizcotelas del convento de las Teresitas, suaves,
esponjadas, porosas, llovidas de azúcar como nieve; vasos y copas que
de limpios parecían diamantes. En grandes jarrones de porcelana
española,--los viejos jarrones de la familia,--frescos ramilletes de rosas,
lirios y azucenas; y por todas partes, regados aquí y allá, pétalos
rosados, amarillos, blancos, purpúreos; y apiladas en torno de mi taza,
las místicas y caducas balsaminas,--los chinos de castor,--que de
ordinario engalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, lucían
ahora en aquel banquete religioso su nívea veste manchada de carmín.

En la vasera, convertida en altar, entre dos candelabros con las velas
encendidas, el cuadrito de San Luis Gonzaga, el santo angelical,
ofreciendo de rodillas, ante la Reina de los Cielos, lisada corona, la
vida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muy grave
y seriote parecía desarrugar el adusto ceño para sonreir a su nieto.
Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de
pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo:
--Te falta una cosa, Rodolfo....
--¿Qué cosa, tía?
--¡Dar gracias, Rorró!...
Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de San
Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita
y por mis padres.
¡Cómo me entristecieron las fúnebres preces! ¡Pasó por mi alma no sé
qué, algo como una sombra de fugitivo dolor!
El carruaje iba a todo correr por el ancho camino. La noche venía, y el
caserío se perdía en las tinieblas. Al fin de la dehesa, al otro lado del
riachuelo, detrás de una hilera de sauces babilónicos, blanqueaba el
templo, cuyas campanas convocaban a la oración.
En las vertientes, en los repliegues de las montañas, en las espesuras
del valle, fulguraban las hogueras. La noche obscurecía los matorrales
cercanos; llegaban hasta nosotros el mugir de las reses y el tomear de
los vaqueros; un ejército alado cruzaba los espacios raudo y vibrante, y
en el cielo sin nubes brillaba la triste luna con apacible claridad.
Desde lo alto de la cuesta descubrimos la ciudad. Silenciosa y lánguida,
se me antojó rendida de cansancio. A la pálida luz del astro nocturno
columbré los principales edificios: el convento de los franciscanos,
pesado y sombrío; la iglesia del Cristo con su arrogante cúpula; la
Parroquia, la Casa Municipal, y a la derecha, en el montecillo, en una

loma, siempre tapizada de mullido césped, la capilla de San Antonio,
donde las muchachas solteras y sin galán iban a rezar y a decir aquello
de
Bendito San Antonio, tres cosas te pido: salvación, y dinero, y un buen
marido;
y donde los chicos de la Escuela del Cura y los de la Escuela Nacional
reñían tremendas batallas.
Allí, en la sabanita, a espaldas del santuario, eran las carreras de
caballos el día de San Juan.
Poco tiempo, pocas horas, y de mañanita iría yo con algunos amigos de
la infancia a recorrer aquellos sitios. Subiríamos al campanario para
mirar desde allí el magnífico panorama de Villaverde, tan hermoso, tan
bello para mí, que otros, tal vez mejores, no me le hicieran olvidar.
La diligencia se detuvo en la garita. Los guardas salieron a cobrar no sé
qué gabela de seguridad pública, con lo cual no había contado el pobre
estudiante escaso de dineros. ¿Qué hacer? ¿Le detendrían si no pagaba?
Lleno de angustia registré mis bolsillos.... ¡Nada! El ganadero
comprendió lo que me pasaba, y desprendido, francote como era,
veracruzano al fin, pagó por la anciana y por mí, antes de que
dijésemos una palabra. Diciendo pestes del recaudador, que le oía
sereno e inmutable, y
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