Angelina | Page 3

Rafael Delgado
me pidas otra cosa, y queda con
Dios.
Orizaba, a 30 de Julio de 1893.
[Ilustración]
[Ilustración]

I
La diligencia iba que volaba. Sin embargo, me parecía lenta y pesada

como una tortuga. Ya no me causaba repugnancia el hedor de los
cueros engrasados, ni me ahogaba el polvo, ni me arrancaban una sola
queja los tumbos del incómodo y ruidoso vehículo. Hubiera yo querido
duplicar el tiro, emborrachar a los cocheros y hostigar a las bestias, a
fin de recorrer en pocos minutos las tres leguas que faltaban para llegar
a Villaverde. Aniquilado por la impaciencia, me arrinconé en el asiento,
delante de la anciana y junto al ganadero; recogí la indomable cortina y
me puse a contemplar el paisaje, aquellos campos fértiles y ricos,
aquellas montañas cubiertas de abetos, vistos diez años antes, a través
de las lágrimas, una fría mañana del mes de Enero a los fulgores
purpúreos del sol naciente.
Nada había variado: las arboledas, más copadas, conservaban la misma
disposición, el mismo aspecto; el caserío de la hacienda próxima volvía
ante mis ojos igual, idéntico, como una estampa admirada en la niñez, y
que el mejor día, cuando menos lo esperamos, viene a recordarnos
épocas dichosas. Blancas las paredes del lado del Poniente; las
orientales, pardas, ennegrecidas por los vientos salobres de la Costa.
Las enredaderas, que trepaban por la torrecilla hasta prender sus tallos
en la cruz de hierro, hacían gala de sus festones floridos, y en las
cornisas, en los tejados, en los árboles, friolentas palomas, pichones
tornasolados, esperaban la noche para recogerse al amoroso nido.
El triste Octubre prodigaba en laderas y rastrojos amarillas flores, y al
soplo del viento que pasaba susurrando, los fresnos se estremecían y
dejaban caer las muertas hojas.
En el ancho camino el rechinar lejano de una carreta vacía, y orilladas a
un vallado de piedras, paso a paso, vuelto el arado doblegadas al yugo y
seguidas de los gañanes, media docena de yuntas que volvían de los
barbechos. En el real solitario, junto al estanque de aguas turbias, una
parvada de ocas; los techos pajizos envueltos en la gasa del humo
vespertino; detrás, la casa de la hacienda, vetusta en parte, con aires de
arruinada fortaleza, en parte sonriente y alegre, restaurada, rejuvenecida
al gusto europeo, dejando adivinar en las vidrieras luminosas y en las
verdes persianas un interior elegante y rico.
Fondo de aquel hermoso cuadro, graciosa cordillera, valles conocidos y

amados, un cielo límpido y puro, por el cual ascendía la creciente luna
semivelada en un celaje.
--¿De quién es esta hacienda?--pregunté.
Hícelo, acaso con el pensamiento, porque nadie me respondió. La
anciana dormitaba; el ganadero doblaba cuidadosamente, por la
milésima vez, su valioso zarapo multicolor.
--¿Cómo se llama esta finca? ¿De quién es?--repetí.
--Santa Clara.... Es de un tal Fernández....--murmuró el campesino,
exclamando en seguida, sin dejar el jorongo:--¡Buena boyada! ¡Hartos
pesos! Alzan aquí unas cosechas, amigo, unas cosechas... que... ¡vaya!
Seguí entregado a la contemplación del paisaje.
Para mí se hacía transparente, como para dejarme ver entre sombras
una casa humilde y modesta, la casa paterna, donde me aguardaban mis
tías, dos hermanas de mi madre, dos ancianas amables y cariñosas.
Unico amparo del niño desdichado que no tuvo la buena suerte de
conocer a sus padres, ellas le recogieron, le criaron, y a costa de no
pocos sacrificios le proporcionaban educación. El que salió chiquillo
volvía hecho un mancebo; venía crecido y guapo; negro bozo le
sombreaba los labios; no había malogrado tantos afanes, y en él
cifraban las buenas señoras toda su dicha.
Ya estarían disponiéndose para ir a recibirle; ya le tendrían lista la
alcoba y la merienda. ¡Ah! sí, todo quedaría dispuesto y bien arreglado.
La recamarita, aquella que daba al patio, muy aseada y cuca, con su
cama albeando, con su aguamanil provisto de todo. Y allí estaría, sin
duda, el retrato del abuelo, muy estirado, de gran uniforme, el pecho
cuajado de cruces.... ¡El abuelito! Un general del antiguo ejército,
honor y gloria de la familia; santanista feroz que peleó en Tampico y en
Veracruz, que se batió como un héroe en Churubusco; y que siguió a
S.A.S. a las Antillas, de donde volvió desengañado, viejo, enfermo, y...
pobre.

Habrían colocado también, a la cabecera, el cuadrito de San Luis
Gonzaga, que no quise llevarme, a pesar de las súplicas de mi tía
Carmen. Ella me le regaló el día que hice mi primera comunión.
Piadoso obsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores
venturoso y feliz en que mi alma tenía la pureza de las azucenas; en que
los cielos y la tierra me sonreían, cuando en el templo alfombrado de
amapolas, entre el humo de los incensarios, a los acordes solemnes del
órgano, delante de un altar, resplandeciente, me acerqué trémulo,
anonadado, a recibir el Pan
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