Angelina | Page 8

Rafael Delgado
del primer dolor; ya prob�� las amarguras de la vida, y s�� que sus dejos se quedan en los labios para siempre.
En uno de los libros, al abrirle al acaso, tropezaron mis ojos con un nombre de mujer: ?MATILDE! As��, entre dos admiraciones, como un grito de alegr��a, como la expresi��n de la m��s dulce esperanza, como la confesi��n de un afecto sofocado en el pecho, que un d��a se nos escapa irresistible y delata ante la malicia estudiantil, ante la cruel y dura indiscreci��n de los condisc��pulos, que una mujer de ese nombre tiene en nuestro coraz��n un altar, donde recibe culto y homenajes; donde s��lo ella reina, se?ora de todo afecto puro, due?o de todos los pensamientos, soberana de nuestro albedr��o. Y me pareci�� mirar una ni?a p��lida y rubia, esbelta y graciosa, de grandes ojos de color de violeta; una ni?a en cuyo semblante puso el cielo angelicales bellezas, que ataviada gallardamente con rica veste azul, corta la falda, dejando ver unos pies brev��simos, pasaba y hu��a, e iba a perderse entre la sombra que proyectaba en el muro el blanco lecho: la dulce ni?a objeto de mi primer amor, de ese amor primero que embalsama con su aroma de azucenas la m��s larga vida, toda una existencia.
No pude contenerme, y llev�� a mis labios aquel libro, aquella p��gina, aquel nombre que no gusto de repetir, aunque resuena en mis o��dos como celeste melod��a; que est�� grabado en mi coraz��n; que no se aparta de mi mente; que para m�� expresa todo cuanto hay de tierno y puro y santo aqu�� en la tierra.
No le olvido ni le olvidar��; quiz��s porque de ni?o le escrib�� tantas veces, a todas horas, en todas partes, en los libros, en los cuadernos, en cualquier papel que ten��a yo cerca, cuando en mis manos hab��a un l��piz o una pluma. Nombre escrito en las arenas de la ribera; en las cortezas de los ��rboles; en la b��veda azul las noches consteladas, traz��ndole con el pensamiento, como sobre una pauta, de estrella en estrella, para verle extendido por los espacios ilimitados, irradiando en divina canopea.
?C��mo me r��o ahora, al copiar estas p��ginas, de mis romanticismos de entonces! ?C��mo me burlo de aquellos raptos amorosos, de aquellos ��xtasis quijotescos! Pero ?ay! no lo hago impunemente; que me hiero en el pecho, me desgarro el coraz��n como si me arrastrara yo sobre ��l un haz de espinas. Y sin embargo, aquello era una locura, un delirio de loco. Aquella vida siempre dada al ensue?o, siempre mecida en los columpios de la fantas��a, alimentada y nutrida con platillos lamartinianos, era desviada, acaso perniciosa; pero ?ay! tan bella, que cada hora, suya se me antojaba como el canto de un poema sublime cuyas delicadezas y excelsitudes nos arrancan de esta pobre vida terrena y nos llevan a vivir en un mundo ideal; me parecen como una sinfon��a adormecedora, algo como la m��sica de los grandes maestros, as�� como de Mozart, Beethoven o Wagner, que nos saca de la penosa y prosaica vida material y por breves horas nos hace felices, aniquilando en nosotros todo dolor, todo fastidio.
El cansancio me ten��a rendido; el estropeo del viaje en la malhadada diligencia me hab��a magullado de pies a cabeza, y principi�� a sentir el desmayo precursor del sue?o. A los diez y siete a?os siempre se duerme bien. Ni tristezas dom��sticas ni el recuerdo de venturas desvanecidas nos quitan el sue?o. La cama albeaba en un rinc��n; el cari?o velaba cerca de m��, y el aguacero con su ruido mon��tono me arrullar��a dulcemente. ?A la cama! Un soplo.... ?Pfff! Ahora, como dijo B��cquer:
A dormir y roncar como un sochantre.

IV
No s�� a qu�� hora despert��. Desconoc�� el sitio en que me hallaba, me volv�� del otro lado y segu�� durmiendo hasta las ocho de la ma?ana. No quisieron, sin duda, despertarme, para que me desquitara de las desma?anadas del Colegio.
--?Que duerma hasta que quiera!--dir��an las buenas se?oras.--Harto habr�� madrugado en diez a?os de encierro.
La luz que se filtraba por las junturas del techo y por las hendiduras de la ventana, alegre y regocijada me hizo dejar el lecho. Fuera resonaba la escoba cantante de una barredora inteligente, cantaban pajarillos y cacareaban las gallinas. Un gallo ronco lanzaba, de tiempo en tiempo, su canto de ensoberbecido sult��n.
Present��a yo hermoso d��a, uno de esos inolvidables d��as que dan a las almas de los ni?os festivo buen humor; uno de esos d��as que convidan, a sacudir el yugo escolar para irse por los campos a tenderse bajo los ��lamos del r��o, cabe las ondas murmurantes, cerca de las piedras cubiertas de musgo, lejos del d��mino cetrino e irrascible, lejos de las coplas del Iriarte, de las discusiones del Foro y de las catilinarias terr��ficas; d��a de los m��s bellos para salar. Me olvid��
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