Angelina | Page 7

Rafael Delgado
mucho. Nos cont�� que ten��as mucho miedo. Nosotras rezamos por t��; Pepa fu�� a misa ese d��a, y yo le encend�� una lamparita a San Luisito, a tu San Luisito, para que te sacara con bien.
Y dime, ?te entregaron el dinero que te mandamos para el traje? Ya sabemos que s��; pero te lo pregunto por saber si te lo dieron a tiempo.
--S��; y por cierto que sent�� mucho que ustedes hicieran ese sacrificio....
--?Ah muchacho! ?Ya vienes con lo del sacrificio, como en todas tus cartas? ?Qu�� sacrificio!
--No, t��a, pero....
--Era preciso que te presentaras bien. Por fortuna en esos d��as recibimos un dinerito, el de la casa. ?Ya sabes que la vendimos?
--S��;--contest��--creo que me lo escribieron.
--T�� dir��s: ?estaba ya tan vieja! En reponerla se hubiera gastado m��s.
Comprend�� que trataban de enga?arme, de hacerme creer que viv��an c��modamente.
--Mira, Pepa: que le pongan a ��ste la cena. ?Se come tan mal por esos caminos!...
Mi t��a, la joven y Andr��s se retiraron al comedor. No tardaron en llamarme. La joven se present�� diciendo:
--Que ya est�� la cena....
Acarici�� a mi pobre t��a, y pas�� al sitio donde me esperaban. Las buenas se?oras quisieron tratarme a cuerpo de rey, y sin embargo, ?qu�� cena tan modesta y tan triste!

III
Cerr�� la puerta, dej�� en la mesa la brillante palmatoria, y de un soplo apagu�� la buj��a.
De codos en el alf��izar me puse a contemplar el cielo. Los vientos oto?ales hab��an extendido en pocos minutos negro manto de nubes, uniformemente obscuras, y s��lo en un punto ralas y tenues, hacia el Oriente, donde a trav��s de blancos velos dejaban adivinar las m��s altas regiones del ��ter, los oc��anos superiores del aire, limpios, surcados por mil celajes voladores. O��ase el ruido lejano de la lluvia. Las plantas del jardincillo se balanceaban rumorosas. Las adelfas columpiaban sus tallos flexibles; los floripondios mec��an en la obscuridad sus campanas de raso, y en la espl��ndida copa de un naranjo las primeras gotas, gruesas y resonantes, ca��an con ��mpetu extraordinario, precursoras de un largo aguacero.
Estaba yo en la casa de los m��os. Pero ?ay! qu�� triste aparec��a ante mis ojos. No era aquella casita la casita alegre y risue?a que me vi�� nacer, que alberg�� mi ni?ez y que me vi�� salir de all�� ba?ado en l��grimas. ?La casa de mis padres era ajena! ?Qui��nes la habitaban? Acaso quien no era capaz de amarla y de estimar sus bellezas. All�� murieron mis padres, dej��ndome en la cuna; all�� el abuelo se durmi�� tranquilamente en el Se?or; all�� corri�� mi vida regocijada y venturosa. ?Con qu�� pena dejar��an mis t��as aquella casa, centro de todos sus afectos, relicario de los m��s dulces recuerdos! Me la imaginaba, y mis ojos se llenaban de l��grimas. Bien visto, estaba solo; las buenas ancianas pronto emprender��an el eterno viaje, y me quedar��a yo abandonado en un mundo que me causaba miedo.
La lluvia arreciaba. Truenos lejanos, p��lido fulgurar de rel��mpagos distantes, anunciaban que la tempestad invad��a la cordillera. El agua ca��a a torrentes. En el naranjo aleteaban los p��jaros, amedrentados al sentir inundado su nido. Una mariposa nocturna pas�� roz��ndome la frente.
Encend�� la buj��a y cerr�� la vidriera. All�� estaba mi lecho de ni?o: la camita de hierro con sus blancas colgaduras, y por la cual hab��a yo suspirado tantas veces en el fr��o y desolado dormitorio del colegio. All�� estaba el aguamanil provisto de todo, con su toalla tejida por la t��a Pepa. Junto a la cama, arriba del bur��, el cuadrito de San Luis Gonzaga. Enfrente, sobre la c��moda, el retrato del abuelito. A un lado un estante lleno de libros, y cerca de la ventana el pupitre del escolar, el negro pupitre de estudiante, compa?ero cari?oso del ni?o, confidente de sus amarguras, casi testigo de sus triunfos, mudo depositario de sus esperanzas. All�� hab��a colocado la mano discreta de la t��a mis primeros libros de estudia, conservados cuidadosamente en la familia; desde el Catecismo de Ripalda y el Fleury, hasta la Gram��tica de Iriarte, aquella gram��tica atiborrada de malos versos, que puso en mis manos don Basilio, el eterno alcalde de Villaverde, una noche inolvidable, la noche del reparto de premios.
Abr�� los libros. Aun conservaban en sus guardas la caricatura del maestro, don Rom��n L��pez, el pompos��simo Cicer��n, como le llam��bamos porque nunca hablaba del orador de T��sculo sin aplicarle rimbombante ep��teto, y legibles todav��a, notas, significados de inusitadas voces, s��lo usadas de tal o cual poeta; listas de condisc��pulos condenados a ser detenidos dos o tres horas, por no haber acertado con no s�� qu�� dificultades horacianas.
?Felices tiempos aquellos! ?C��mo var��an las cosas! ?D��nde est��n las alegr��as de aquella ��poca? ?D��nde los infantiles regocijos? ?A d��nde se fueron las ilusiones rosadas, las mariposillas de la infancia? Ahora todo ha cambiado; no hay sue?os para el alma; la frente, antes so?adora, tiene ya la palidez
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