Zalacaín El Aventurero | Page 8

Pío Baroja
vez de ser obscura y cerril como su hermano Carlos, era pizpireta, sonriente, alegre y muy bonita. Cuando iba a la escuela con su carita sonrosada, un traje gris y una boina roja en la cabeza rubia, todas las mujeres del pueblo la acariciaban, las demás chicas querían siempre andar con ella y decían que, a pesar de su posición privilegiada, no era nada orgullosa.
Una de sus amigas era Ignacita, la hermana de Martín.
Catalina y Martín se encontraban muchas veces y se hablaban; él la veía desde lo alto de la muralla, en el mirador de la casa, sentadita y muy formal, jugando o aprendiendo a hacer media. Ella siempre estaba oyendo hablar de las calaveradas de Martín.
--Ya está ese diablo ahí en la muralla--decía do?a águeda--. Se va a matar el mejor día. ?Qué demonio de chico! ?Qué malo es!
Catalina ya sabía que diciendo ese demonio, o ese diablo, se referían a Martín.
Carlos alguna vez le había dicho a su hermana:
--No hables con ese ladrón.
Pero a Catalina no le parecía ningún crimen que Martín cogiera frutas de los árboles y se las comiese, ni que corriese por la muralla. A ella se le antojaban extravagancias, porque desde ni?a tenía un instinto de orden y tranquilidad y le parecía mal que Martín fuese tan loco.
Los Ohandos eran due?os de un jardín próximo al río, con grandes magnolias y tilos y cercado por un seto de zarzas.
Cuando Catalina solía ir allí con la criada a coger flores, Martín las seguía muchas veces y se quedaba a la entrada del seto.
--Entra si quieres--le decía Catalina.
--Bueno--y Martín entraba y hablaba de sus correrías, de las barbaridadas que iba a hacer y exponía las opiniones de Tellagorri, que le parecían artículos de fe.
--?Más te valía ir a la escuela!--le decía Catalina.
--?Yo! ?A la escuela!--exclamaba Martín--. Yo me iré a América o me iré a la guerra.
Catalina y la criada entraban por un sendero del jardín lleno de rosales y hacían ramos de flores. Martín las veía y contemplaba la presa, cuyas aguas brillaban al sol como perlas y se deshacían en espumas blanquísimas.
--Ya andaría por ahí, si tuviera una lancha--decía Martín.
Catalina protestaba.
--?No se te van a ocurrir más que tonterías siempre? ?Por qué no eres como los demás chicos?
--Yo les pego a todos--contestaba Martín, como si esto fuera una razón.
...En la primavera, el camino próximo al río era una delicia. Las hojas nuevas de las hayas comenzaban a verdear, el helecho lanzaba al aire sus enroscados tallos, los manzanos y los perales de las huertas ostentaban sus copas nevadas por la flor y se oían los cantos de las malvices y de los ruise?ores en las enramadas. El cielo se mostraba azul, de un azul suave, un poco pálido y sólo alguna nube blanca, de contornos duros, como si fuera de mármol, aparecía en el cielo.
Los sábados por la tarde, durante la primavera y el verano, Catalina y otras chicas del pueblo, en compa?ía de alguna buena mujer, iban al campo santo. Llevaba cada una un cestito de flores, hacían una escobilla con los hierbajos secos, limpiaban el suelo de las lápidas en donde estaban enterrados los muertos de su familia y adornaban las cruces con rosas y con azucenas. Al volver hacia casa todas juntas, veían cómo en el cielo comenzaban a brillar las estrellas y escuchaban a los sapos, que lanzaban su misteriosa nota de flauta en el silencio del crepúsculo...
Muchas veces, en el mes de Mayo, cuando pasaban Tellagorri y Martín por la orilla del río, al cruzar por detrás de la iglesia, llegaba hasta ellos las voces de las ni?as, que cantaban en el coro las flores de María.
Emenche gauzcatzu ama
(Aquí nos tienes, madre.)
Escuchaban un momento, y Martín distinguía la voz de Catalina, la chica de Ohando.
--Es _Catali?_, la de Ohando--decía Martín.
--Si no eres tonto tú, te casarás con ella--replicaba Tellagorri.
Y Martín se echaba a reir.

CAPíTULO V
DE CóMO MURIó MARTíN LóPEZ DE ZALACAíN, EN EL A?O DE GRACIA DE MIL CUATROCIENTOS Y DOCE.
Uno de los vecinos que con más frecuencia paseaba por la acera de la muralla era un se?or viejo, llamado don Fermín Soraberri. Durante muchísimos a?os, don Fermín desempe?ó el cargo de secretario del Ayuntamiento de Urbia, hasta que se retiró, cuando su hija se casó con un labrador de buena posición.
El se?or don Fermín Soraberri era un hombre alto, grueso, pesado, con los párpados edematosos y la cara hinchada. Solía llevar una gorrita con dos cintas colgantes por detrás, una esclavina azul y zapatillas. La especialidad de don Fermín era la de ser distraído. Se olvidaba de todo. Sus relaciones estaban cortadas por este patrón:
--Una vez en O?ate... (para el se?or Soraberri, O?ate era la Atenas moderna.--En Espa?a hay veinte o treinta Atenas modernas.) Una vez en O?ate pude presenciar una cosa sumamente interesante. Estábamos reunidos el
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