la forma que lo hizo del suelo, no hay duda que el monarca francés quedaría completamente enterado de el paseito de Venus. Como M. Le-Gentil vino á observar los astros, nada tiene de extra?o que al escribir costumbres filipinas en Francia, se acordara de el tan sabido cantar ?de el mentir de las estrellas?.
En honor á la verdad, no nos debe tampoco extra?ar esto en extranjeros, cuanto que ahora bien recientito [2] se ha publicado en Madrid un libro titulado Recuerdos de Filipinas, y una Memoria en Barcelona, sobre colonización de estas islas, que dan gozo leer. Si los recuerdos del autor del primero tienen el valor que los de su libro, no me extra?aría se le olvidara hasta el saber escribir, lo que es difícil, pues literariamente hablando el libro es bueno. En cuanto al autor de la Memoria, solo diremos que muy formalmente afirma en el prólogo llevar estudiando diez a?os de colonización filipina, y en efecto ... , á las cuatro páginas dice, que los principales productos de exportación de este país, los constituyen entre otras cosas--en que por cierto no cita el abacá--los mongoz (?), las naranjas y los cortes de pantalón ... ?Bien! ?muy retebién, por los cortes de pantalón, los mongoz y los diez a?os de colonización!
á las once de la ma?ana, navegando en plena laguna, se sirvió el almuerzo, sentándose á la mesa el capitán, antiguo lobo marino de la carrera del Cabo, que le ahogaba el calor de la caldera, la estrechez del barco, lo limitado del horizonte, y más que todo, el agua dulce, que en tres palmos de fondo batían las palas de las ruedas. Se comprende el mal humor que habitualmente dominaba al capitán del Batea, acostumbrado á recorrer la grandiosidad de los inmensos desiertos del Océano.
La vida del agua dulce, la monotonía de una ribera siempre la misma, la precisión de las llegadas, las inofensivas y uniformes varadas, la etiqueta de la cámara, el tiquin, la falta de olas, de horizonte, de grandiosidad, de espacio y de luz, traían al bueno del capitán de un humor que había ratos en ni él mismo se podía sufrir. El hombre de mar metido entre las cuatro tablas de un vaporcito ribere?o, es como el milano de las regiones australes, que se le encerrara en un jaulón de gallinas.
--?Capitán! ?cómo se llama ese aparato de pesca?--le dije se?alándole una balsa que se veía en la orilla.
--No sé--me contestó con marcada aspereza.--No conozco--a?adió--más aparatos de pesca, que los arpones balleneros y los dobles aparejos para izar las tintoreras de los trópicos.
--Pescas que deben ser muy peligrosas, capitán.
--?Capitán! ?capitán!--repitió con acentuado desprecio.--?Capitán de qué? ?de este cajón con ruedas? ?Mil rayos y bombas! ?Capitán de río, sin rol, sextante, ni brújula, con cuatro rajas de le?a en la bodega, una derrota de diez horas, un buque en miniatura y un tiquín por timón! ?Vaya un capitán!
El sarcasmo y la rudeza de las palabras del antiguo marino, involuntariamente me hicieron recordar al célebre personaje de la Agonía, drama en que Larra dice por boca de un viejo contramaestre de los que acompa?aron á Colón, ?que las tormentas en tierra, son truenos que apenas se oyen y gotas de agua que ensucian?. El capitán del Batea era un retrato del viejo lobo de la Ni?a.
Ya que hemos principiado á bosquejar tipos, vamos á trazar cuatro brochazos--por más que sea á la ligera--en los bocetos de los personajes que ocupaban la mesa. A la derecha del capitán, que sudaba, no tinta, sino brea, embutido en un corbatín y una americana negra, se encontraba sentada una empleada que respondía al nombre de Bertita: ojos melados, negros, grandes, y velados de largas pesta?as; pelo fino, lustroso, abundante, negro como sus ojos; nariz peque?a y un tanto arremangada, símbolo de burla; labios finos; dientes, aunque de mortales huesos, y no de perlas, compactos, blancos é iguales; tez morena; seno alto y exuberante; manos redondas y peque?as, y sonrisa marcadamente picaresca, constituían el distinguido conjunto de Bertita, que vestía ligera y limpia bata de viaje, recogido sombrero de terciopelo con pluma, cuello y pu?os á la marinera, cinturón de piel de Rusia, y diminutas botitas color café.--?Les gusta á ustedes el tipo?--Sí.--Pues á mí también. El capitán, de cuando en cuando, la miraba de reojo, y hasta creo que el buen hombre se olvidaba de todos los horizontes de los trópicos, por el peque?o cielo que constituía la risue?a cara de Bertita, en la que no había mas nubes que un picaresco lunar puesto en el labio superior con más malicia que queso en ratonera. A la mitad del almuerzo, ya nos había contado quién era, adonde iba, porqué había venido, quién era su padre, su abuelo y hasta un primito á cuyo solo nombre, largó un bufido muy pronunciado
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