el ilustre apellido de Herrera.
El pueblo de San Pedro Macati, perteneció á los padres jesuítas; á la salida de estos, fueron comprados sus terrenos y hacienda por el marquesado de Villamediana.
Pasado el sitio donde se dice se operó el milagro, y al que van en romería, y con toda la devoción de que son susceptibles los chinos, se principian á ver en ambas orillas del río grandes depósitos de piedras toscamente labradas, procedentes de las canteras de Guadalupe, las que suministran y llenan en gran parte las necesidades de Manila y sus arrabales. Dichas piedras, aunque muy porosas, y por lo tanto de fácil desmoronamiento, son apreciadas, y su transporte se hace en grandes bancas, que son vaciadas al pié del puente colgante, ó á las márgenes de los muchos esteros que afluyen al Pasig.
Las precauciones tomadas por el capitán, colocando á toda la gente de á bordo con tiquines, á la banda de estribor, nos hicieron comprender las dificultades que para doblarla presentaba la acantilada roca de Malapadnabató,--palabra tagala, que quiere decir, piedra ancha.--Los bellísimos helechos que tapizan el estrecho paso que abre en la pe?a el camino qué dirige al pueblo de Pateros, es altamente bello, y el naturalista tiene en aquellas graníticas paredes preciosos ejemplares de gigantescos musgos. Casi frente á la pe?a de Malapadnabató se halla el vadeo de aquel nombre, en el que, una rústica garita, y uno menos rústico camarín, se?alan un puesto de carabineros, llamados á vigilar las importaciones que lleva á Manila el Pasig. En las cercanías de la garita, y visible perfectamente desde el vapor, se destaca la entrada de la cueva de Do?a Jerónima,, de cuya cueva--que dicen se comunica con la de San Mateo,--cuentan los indios terroríficas historias de aparecidos, duendes, y sobre todo de tulisanes. Se afirma que el nombre que lleva es debido á que en su cavidad hizo vida cenobítica una pecadora arrepentida llamada Do?a Jerónima; habiendo quien asegura, por el contrario, que aquella cavidad fué hecha para ba?o de una sibarita y opulenta se?ora.
á un tiro de bala de la cueva se levanta la iglesia del rico pueblo de Pasig. Aquí, el horizonte se ensancha y se aprecian distintamente las desigualdades de los escabrosos y agrestes montes de San Mateo.
Las orillas de esta parte del río están llenas de cascos y bancas. Los indios de Pasig son tenidos por los mejores bogadores de la provincia de Manila. Son, en efecto, muy fuertes, y manejan con destreza y vigor la ancha y corta pala que les sirve de remo, al par que de timón.
Hubiéramos querido visitar de noche el pueblo de Pasig para ver el uniforme que usan los serenos, de que nos habla Mr. Jagor, en sus Viajes por Filipinas.
No bien concluímos de oir el desagradable graznido de los miles de patos que rodean las cercanías del vadeo de Pasig, cuando el panorama varía por completo. Dilatados campos sembrados de palay, se muestran por doquier. Las riberas se despojan de las verdes y poéticas bóvedas, viéndose al carabao arador que pesadamente abre el surco en que ha de fructificar el arroz. En este dilatado trayecto va ensanchándose el cauce, contándose en él gran número de sarambaos, en cuya plataforma no solamente se alzan los cruzados brazos de ca?a que sostienen la red, sino que también un cobacho de nipa, en el que vive toda una familia, cuyos individuos, durante las horas de trabajo, tienen su puesto y su lugar de maniobra en aquel rústico aparato flotante, cuyo mecanismo se reduce á una red tejida de cabo negro pendiente en sus cuatro extremos de unas ca?as, que á su vez las sujeta un mástil, dispuesto de forma, que un contrapeso graduado sumerge y hace subir la bolsa que forma la red.
Tras consagrar un piadoso recuerdo á la milagrosa imagen de Antipolo, á la vista del río, cuyo cauce siguen la mayor parte de los miles de romeros que visitan el santuario, y después de una corta marcha, franca y desembarazada, entramos en la barra de Napindan, que abre la gran Laguna de Bay.
Las riberas del Pasig han sido objeto de rimas y trovas, y sus aguas cantadas por melancólicos amantes y por músicos más ó menos inspirados. El día de San Juan y los tres de carnestolendas constituían cuatro fiestas fluviales, en las que los remojones, las regatas y las enfrentadas en banca, figuraban en primer término. La libertad que reinaba en estas diversiones, la convierte en libertinaje M. Le-Gentil en las descripciones que de ellas hace en sus Viajes. Dicho francés, que dignamente precedió en exactitud en la manera de narrar costumbres á otros compatriotas suyos, vino á estas islas el a?o 1767, por orden de su rey á estudiar el paso de Venus por el disco del sol; y si observó el cielo, de
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