mis esperanzas y mis amores. No pocas veces el ruido atronador de las
aguas se ha mezclado con una oración murmurada por mis labios y un
profundo suspiro arrancado de mi alma, dirigiendo la primera al cielo, y
el segundo al tranquilo y lejano hogar que guarda mi cuna. Una de las
veces que visité el Botocan, fuí acompañado de un amigo que tiene sus
ribetes de ateo. Observé cuidadosamente las impresiones que reflejaba
su cara á la vista de aquel cuadro, cuando de pronto se volvió á mí,
diciéndome con una verdadera emoción:--«Hay misteriosos templos,
fabricados en la insondable noche de los tiempos, ante los cuales la
rodilla se dobla, el espíritu se fortalece y el alma busca tras lo
desconocido á quien los crea y alienta.»--La espontánea confesión de
mi amigo, resume la mejor definición de la cascada del Botocan.
Como todo tiene su término, también lo tuvo en la mañana á que me
refiero la admiración de que estábamos poseídos, esparciéndose unos
por aquí, y otros por allá, buscando los más la sombra de un rústico
camarín levantado en uno de los bordes más altos de la roca. Allí se
sirvió el almuerzo, encontrándonos envueltos en los frescos efluvios,
pudiendo jurar á mis lectores, que pocos recuerdo como aquel. El
Burdeos y el Champagne concluyeron de disipar las últimas nubes de
emoción, sustituyéndolas por risueños horizontes de color de rosa.
Á los postres acudieron las anécdotas, los sucedidos, los apropósitos, la
chismografía de buen género y todo el vocabulario de gente joven y de
buen humor. Con las superfluidades y dicharachos del momento vino el
picaresco cuento con sus indispensables gallegos y andaluces, y tras la
facundia de estos y el engaño de aquellos, se recordaron escenas
amorosas. De relato en relato, de idilio en idilio y de desengaño en
desengaño, vinimos á parar á las mujeres del país, y cada cual opinó á
su manera. Unos decían que la india ama, que la mestiza española es
indiferente y la china fría y calculadora; otros, que las mujeres en todas
partes son lo mismo, y por último, después de barajarse la conversación
por todos los tonos, tipos y registros, dijo uno en son profético y
concluyente:
--Nada, caballeros, hay que desengañarse, en este país, ni las mujeres
aman, ni los pájaros cantan, ni las flores huelen.
--¡Eh!--murmuró uno con la misma viveza que si le hubiera picado una
culebra.--¡Qué blasfemia ha dicho usted! En esa especie de aforismo,
solo se compendia una de las muchas vulgaridades que se repiten en
este país, por quien no lo conoce.
--Que pruebe que las mujeres aman--dijo uno.--Que nos demuestre que
los pájaros cantan--gritó otro.
--Pues que justifique que las flores huelen--balbuceó un tercero.
--Que sí, que sí, que lo pruebe, que lo pruebe, que lo pruebe,--gritamos
todos.
--Corriente, señores, dijo con gran calma el interpelado.--Allá va, no
una leyenda, sino un verídico suceso: testigo de él nuestro amigo
Tóbler.
Hace unos cuantos años, bajamos el Sr. Tóbler y yo al fondo de ese
abismo; y ¿saben ustedes á qué? Pues á recoger los últimos restos de
una pobre mujer que buscó en el suicidio el olvido á un amor
desgraciado.
--No sería del país,--replicó uno.
--Del país, y muy del país; tanto que no cuento detalles, porque no lejos
de aquí viven parientes muy allegados de aquella desgraciada joven.
--¡Vaya unas pruebas!--añadió un tercero.
--¿No ha satisfecho? ¿No? pues escuchen.
Tras estas palabras, tomó plaza, en boca de mi amigo, una poética
leyenda que hacía referencia á los sitios que pisábamos, á la cascada, á
un grandioso puente sin concluir que se encuentra no lejos de aquel
lugar, y sobre todo á demostrar que en Filipinas las mujeres aman, los
pájaros cantan y las flores huelen.
--La leyenda que concluyo de contar,--dijo mi buen amigo, una vez que
terminó aquella,--no crean ustedes es de mi invención y prueba de ello
que conservo el autógrafo de su autor, el cual me lo dejó como prenda
de amistad.--Oídos que tal oyen,--dije en mi interior.--Puesto que existe
autógrafo, y el tenedor de él es amigo, renuncio á repetir la leyenda,
reservándome pedir el original y transcribirlo punto por punto.
El sol marchaba á su ocaso, y aprovechando los compactos nubarrones
que nos preservaban de sus rayos, montamos á caballo, dirigiéndonos á
Lucban, primer pueblo de la provincia de Tayabas.
Á las seis de la tarde entramos en aquel pueblo por la calle de Majayjay,
nombre que leímos en un tarjetón de madera clavado en la primera casa.
Á los pocos minutos parábamos ante la maciza y claveteada puerta del
convento.
CHAPTER III
CAPÍTULO III.
Lucban.--Su origen.--Situación.--Mr. Jagor y Sir John Bowring en
camino.--Alturas inexploradas.--Arroyos y torrentes.--Amazonas
tagalas.--Datos estadísticos.--Fechas imperecederas.--La iglesia, el
convento y el tribunal.--Dos cuadros.--Un cocinero municipal y una
mestiza tendera.--Aguas constantes.--Higrómetros y
termómetros.--Frío.--Las frondas
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