enfrentadas en banca, figuraban en primer término. La libertad que
reinaba en estas diversiones, la convierte en libertinaje M. Le-Gentil en
las descripciones que de ellas hace en sus Viajes. Dicho francés, que
dignamente precedió en exactitud en la manera de narrar costumbres á
otros compatriotas suyos, vino á estas islas el año 1767, por orden de su
rey á estudiar el paso de Venus por el disco del sol; y si observó el cielo,
de la forma que lo hizo del suelo, no hay duda que el monarca francés
quedaría completamente enterado de el paseito de Venus. Como M.
Le-Gentil vino á observar los astros, nada tiene de extraño que al
escribir costumbres filipinas en Francia, se acordara de el tan sabido
cantar «de el mentir de las estrellas».
En honor á la verdad, no nos debe tampoco extrañar esto en extranjeros,
cuanto que ahora bien recientito [2] se ha publicado en Madrid un libro
titulado Recuerdos de Filipinas, y una Memoria en Barcelona, sobre
colonización de estas islas, que dan gozo leer. Si los recuerdos del autor
del primero tienen el valor que los de su libro, no me extrañaría se le
olvidara hasta el saber escribir, lo que es difícil, pues literariamente
hablando el libro es bueno. En cuanto al autor de la Memoria, solo
diremos que muy formalmente afirma en el prólogo llevar estudiando
diez años de colonización filipina, y en efecto ... , á las cuatro páginas
dice, que los principales productos de exportación de este país, los
constituyen entre otras cosas--en que por cierto no cita el abacá--los
mongoz (?), las naranjas y los cortes de pantalón ... ¡Bien! ¡muy
retebién, por los cortes de pantalón, los mongoz y los diez años de
colonización!
Á las once de la mañana, navegando en plena laguna, se sirvió el
almuerzo, sentándose á la mesa el capitán, antiguo lobo marino de la
carrera del Cabo, que le ahogaba el calor de la caldera, la estrechez del
barco, lo limitado del horizonte, y más que todo, el agua dulce, que en
tres palmos de fondo batían las palas de las ruedas. Se comprende el
mal humor que habitualmente dominaba al capitán del Batea,
acostumbrado á recorrer la grandiosidad de los inmensos desiertos del
Océano.
La vida del agua dulce, la monotonía de una ribera siempre la misma, la
precisión de las llegadas, las inofensivas y uniformes varadas, la
etiqueta de la cámara, el tiquin, la falta de olas, de horizonte, de
grandiosidad, de espacio y de luz, traían al bueno del capitán de un
humor que había ratos en ni él mismo se podía sufrir. El hombre de mar
metido entre las cuatro tablas de un vaporcito ribereño, es como el
milano de las regiones australes, que se le encerrara en un jaulón de
gallinas.
--¡Capitán! ¿cómo se llama ese aparato de pesca?--le dije señalándole
una balsa que se veía en la orilla.
--No sé--me contestó con marcada aspereza.--No conozco--añadió--más
aparatos de pesca, que los arpones balleneros y los dobles aparejos para
izar las tintoreras de los trópicos.
--Pescas que deben ser muy peligrosas, capitán.
--¡Capitán! ¡capitán!--repitió con acentuado desprecio.--¿Capitán de
qué? ¿de este cajón con ruedas? ¡Mil rayos y bombas! ¡Capitán de río,
sin rol, sextante, ni brújula, con cuatro rajas de leña en la bodega, una
derrota de diez horas, un buque en miniatura y un tiquín por timón!
¡Vaya un capitán!
El sarcasmo y la rudeza de las palabras del antiguo marino,
involuntariamente me hicieron recordar al célebre personaje de la
Agonía, drama en que Larra dice por boca de un viejo contramaestre de
los que acompañaron á Colón, «que las tormentas en tierra, son truenos
que apenas se oyen y gotas de agua que ensucian». El capitán del Batea
era un retrato del viejo lobo de la Niña.
Ya que hemos principiado á bosquejar tipos, vamos á trazar cuatro
brochazos--por más que sea á la ligera--en los bocetos de los personajes
que ocupaban la mesa. A la derecha del capitán, que sudaba, no tinta,
sino brea, embutido en un corbatín y una americana negra, se
encontraba sentada una empleada que respondía al nombre de Bertita:
ojos melados, negros, grandes, y velados de largas pestañas; pelo fino,
lustroso, abundante, negro como sus ojos; nariz pequeña y un tanto
arremangada, símbolo de burla; labios finos; dientes, aunque de
mortales huesos, y no de perlas, compactos, blancos é iguales; tez
morena; seno alto y exuberante; manos redondas y pequeñas, y sonrisa
marcadamente picaresca, constituían el distinguido conjunto de Bertita,
que vestía ligera y limpia bata de viaje, recogido sombrero de
terciopelo con pluma, cuello y puños á la marinera, cinturón de piel de
Rusia, y diminutas botitas color café.--¿Les gusta á ustedes el
tipo?--Sí.--Pues á mí también. El capitán, de cuando en cuando, la
miraba de reojo, y hasta
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