Un viaje de novios | Page 7

Emilia Pardo Bazán
cuidado sumo.
Después sacó de las hondas faltriqueras del sobretodo el Indicador de
los Caminos de Hierro, y con el dedo índice, fue recorriendo las
estaciones del itinerario de viaje.

-II-
Es de rigor saber de qué boca partió el soplo que encendió la antorcha
de aquellas nupcias.
Mancebo, en los verdores de la edad, fuerte como un toro y laborioso
como manso buey, salió de su patria el señor Joaquín, a quien entonces
nombraban Joaquín a secas. Colocado en Madrid en la portería de un
magnate que en León tiene solar, dedicose a corredor, agente de
negocios y hombre de confianza de todos los honrados individuos de la
maragatería. Buscabales posada, proporcionabales almacén seguro para
la carga, se entendía con los comerciantes y era en suma la providencia
de la tierra de Astorga. Su honradez grande, su puntualidad y su celo le
granjearon crédito tal, que llovían comisiones, menudeaban encargos, y
caían en la bolsa, como apretado granizo, reales, pesos duros y doblillas
en cantidad suficiente para que, al cabo de quince años de llegado a la
corte, pudiese Joaquín estrechar lazos eternos con una conterránea suya,
doncella de la esposa del magnate y señora tiempo hacía de los
enamorados pensamientos del portero; y verificado ya el connubio,
establecer surtida lonja de comestibles, a cuyo frente campeaba en
doradas letras un rótulo que decía: El Leonés. Ultramarinos. De
corredor pasó entonces a empresario de maragatos; comproles sus
artículos en grueso y los vendió en detalle; y a él forzosamente hubo de
acudir quien en Madrid quería aromático chocolate molido a brazo, o
esponjosas mantecadas de las que sólo las astorganas saben
confeccionar en su debido punto. Se hizo de moda desayunarse con el
Caracas y las frutas de horno del Leonés; comenzó el magnate, su
antiguo amo, dándole su parroquia, y tras él vino la gente de alto copete,
engolosinada por el arcaico regalo de un manjar digno de la mesa de
Carlos IV y Godoy. Y fue de ver como el señor Joaquín, ensanchando
los horizontes de su comercio, acaparó todas las especialidades
nacionales culinarias: tiernos garbanzos de Fuentesaúco, crasos
chorizos de Candelario, curados jamones de Caldelas, dulce extremeña
bellota, aceitunas de los sevillanos olivares, melosos dátiles de Almería
y áureas naranjas que atesoran en su piel el sol de Valencia. De esta
suerte y con tal industria granjeó Joaquín, limpia si no hidalgamente,

razonables sumas de dinero; y si bien las ganó, mejor supo después
asegurarlas en tierras y caserío en León; a cuyo fin hizo frecuentes
viajes a la ciudad natal. A los ocho años de estéril matrimonio naciole
una niña grande y hermosa, suceso que le alborozó como alborozaría a
un monarca el natalicio de una princesa heredera; más la recia madre
leonesa no pudo soportar la crisis de su fecundidad tardía, y enferma
siempre, arrastró algunos meses la vida, hasta soltarla de malísima gana.
Con faltarle su mujer, faltole al señor Joaquín la diestra mano, y fue
decayendo en él aquella ufanía con que dominaba el mostrador,
luciendo su estatura gigantesca, y alcanzando del más encumbrado
estante los cajones de pasas, con sólo estirar su poderoso brazo y
empinarse un poco sobre los anchos pies. Se pasaba horas enteras
embobado, fija la vista maquinalmente en los racimos de uvas de
cuelga que pendían del techo, o en los sacos de café hacinados en el
ángulo más obscuro de la lonja, y sobre los cuales acostumbraba la
difunta sentarse para hacer calceta. En suma, él cayó en melancolía tal,
que vino a serie indiferente hasta la honrada y lícita ganancia que debía
a su industria: y como los facultativos le recetasen el sano aire natal y
el cambio de vida y régimen, traspasó la lonja, y con magnanimidad no
indigna de un sabio antiguo, retirose a su pueblo, satisfecho con lo ya
logrado, y sin que la sedienta codicia a mayor lucro le incitase. Consigo
llevó a la niña Lucía, única prenda cara a su corazón, que con pueriles
gracias comenzaba ya a animar la tienda, haciendo guerra crudísima y
sin tregua a los higos de Fraga y a las peladillas de Alcoy, menos
blancas que los dientes chicos que las mordían.
Creció la niña como lozano arbusto nacido en fértil tierra: dijérase que
se concentraba en el cuerpo de la hija la vida toda que por su causa
hubo de perder la madre. Venció la crisis de la infancia y pubertad sin
ninguno de esos padecimientos anónimos que empalidecen las mejillas
y apagan el rayo visual de las criaturas. Equilibráronse en su rico
organismo nervios y sangre, y resultó un temperamento de los que ya
van escaseando en nuestras sociedades empobrecidas.
Se desarrollaron paralelamente en Lucía el espíritu y el cuerpo, como
dos compañeros de viaje que se dan el brazo para subir las cuestas y
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