Un antiguo rencor | Page 9

George (Jorge) Ohnet
�� servir de obst��culo �� ese porvenir que puede ser tan fecundo y tan dichoso? Puedo hacerlo, materialmente, pero moralmente no tengo ese derecho. Mi segundo premio me da bastante distinci��n; soy conocido y apreciado. ?He llegado al fin que usted me hab��a mandado alcanzar? ?Exige usted que haga m��s?
--No, dijo Roussel abrazando �� su hijo; eres un buen muchacho.
El a?o siguiente, Mauricio expuso su gran cuadro "La org��a en Caprera", que hizo profunda sensaci��n, y el retrato de su tutor; y obtuvo una tercera medalla.
La se?orita Guichard supo por los peri��dicos el ��xito del pupilo de Fortunato y quiso ir �� la exposici��n de pinturas. Fu�� sola temiendo venderse y que Herminia conociese su ira. Busc�� la sala A., donde, en medio de los cien lienzos colgados en la pared, se destacaba una figura, como una aparici��n fant��stica, apoder��ndose de sus miradas y ejerciendo sobre ella como una especie de atracci��n hipn��tica: Roussel, de un parecido inveros��mil, fresco, sonrosado, con sus cabellos blancos, satisfecho, pac��fico. Se sal��a, literalmente, del cuadro y Clementina crey�� que se dirig��a hacia ella desafi��ndola con su mirada dichosa, y con su boca sonriente; injuri��ndola con su insolente alegr��a. La se?orita Guichard avanz�� hacia ��l atrevida, amenazadora y llegada ante el lienzo, con la cabeza trastornada por la c��lera, los labios apretados para no estallar en injurias, levant�� su sombrilla con actitud furiosa �� iba �� golpear �� su enemigo cuando una mano la detuvo, al mismo tiempo que una voz dec��a:
--Pero, se?ora, ?qu�� hace usted?
Volvi�� en s�� y se encontr�� al lado de un guarda de la exposici��n que la miraba con asombro y refunfu?aba. Clementina balbuce��:
--Hace mucho calor aqu��.... He tenido un momento de turbaci��n....
Y fuera de s��, no pudiendo permanecer ante aquel retrato sin ceder al deseo de rasgar la tela, huy��, mientras el empleado dec��a severamente:
--?No se deb��a dejar entrar aqu�� �� las locas!
La se?orita Guichard volvi�� �� su casa confes��ndose que Roussel pose��a sobre ella una marcada superioridad y que jam��s Herminia tendr��a ni un gran talento para pintar, ni gran voz para hacer sensaci��n como cantante, ni buen arte como pianista para rivalizar con los Poloneses. Dijo cosas desagradables �� su sobrina, que no comprend��a nada de todo aquello, y se acost�� pregunt��ndose qu�� mala partida podr��a jugar �� Fortunato.
La casualidad, ese c��mplice de los que nada pueden, se encarg�� de proporcionarle un terrible desquite. Se hab��a instalado en la Celle-Saint-Cloud, como todos los a?os, para pasar el verano, y en sus paseos por el bosque de Saint-Cucufa, ve��a en la eminencia de Montretout la casa de su primo. Con mucha frecuencia pensaba: "Si tuviera �� mi disposici��n durante un d��a uno de los grandes ca?ones del Mont-Valerien, ?c��mo aniquilar��a la casucha de ese miserable! Ser��a asunto de algunos ca?onazos bien dirigidos."
Pero el Estado franc��s no presta sus ca?ones �� los particulares, aunque sea para bombardearse en familia, y Clementina tuvo que resignarse �� ver la casa maldita que se levantaba �� lo lejos, punto blanco en el horizonte verdoso de los bosques. Fuera de esto, viv��a tranquila en aquel pa��s encantador gozando de un bonito jard��n y de sus hermosas flores. Herminia especialmente, era dichosa en la Celle-Saint-Cloud. Amaba la tranquila libertad del campo y pasaba los d��as bajo un emparrado adornado con guirnaldas de madreselvas, cultivando la amistad de los jilgueros que ven��an �� cantar para ella, revoloteaban al alcance de su mano y com��an miguitas de su merienda. De vez en cuando, vibraba una voz fuerte que dec��a: ?Herminia!, y los pajarillos volaban espantados hacia el espeso follaje, la arena rechinaba bajo el peso de un pie varonil y aparec��a la se?orita Guichard con su labor, se sentaba cerca de su sobrina, bajo la sombra embalsamada, y se pon��a �� trabajar, manejando las agujas de su malla como si fueran espadas y atravesando la lana �� grandes pinchazos, como si se hubiera tratado del pecho del aborrecido Roussel. La joven se ingeniaba entonces para agradar �� la terrible solterona, la hablaba con amabilidad y trataba de arrancar una sonrisa �� sus labios severos y una caricia �� sus manos nerviosas.
Una tarde de julio, estaban juntas en aquel sitio, cuando oyeron sonar en la plaza risas estrepitosas, acompa?adas de piafar de caballos. Eran unos empleados de comercio y algunas j��venes, que montados en caballos de alquiler, se dirig��an �� Ville-d'Avray para ir despu��s �� Par��s. El jardinero de la se?orita Guichard, ocupado en rastrillar un terrapl��n que ca��a sobre el bosque �� lo largo de una calleja, miraba por encima de la tapia la partida de la bulliciosa cabalgata, que hab��a salido al galope y no pod��a contener los caballos, estimulados por un pienso extraordinario. De repente, el buen hombre lanz�� un grito, levant�� los brazos al aire y dejando caer de golpe el rastrillo, dijo con
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