á servir de obstáculo á ese porvenir que puede ser tan fecundo y tan dichoso? Puedo hacerlo, materialmente, pero moralmente no tengo ese derecho. Mi segundo premio me da bastante distinción; soy conocido y apreciado. ?He llegado al fin que usted me había mandado alcanzar? ?Exige usted que haga más?
--No, dijo Roussel abrazando á su hijo; eres un buen muchacho.
El a?o siguiente, Mauricio expuso su gran cuadro "La orgía en Caprera", que hizo profunda sensación, y el retrato de su tutor; y obtuvo una tercera medalla.
La se?orita Guichard supo por los periódicos el éxito del pupilo de Fortunato y quiso ir á la exposición de pinturas. Fué sola temiendo venderse y que Herminia conociese su ira. Buscó la sala A., donde, en medio de los cien lienzos colgados en la pared, se destacaba una figura, como una aparición fantástica, apoderándose de sus miradas y ejerciendo sobre ella como una especie de atracción hipnótica: Roussel, de un parecido inverosímil, fresco, sonrosado, con sus cabellos blancos, satisfecho, pacífico. Se salía, literalmente, del cuadro y Clementina creyó que se dirigía hacia ella desafiándola con su mirada dichosa, y con su boca sonriente; injuriándola con su insolente alegría. La se?orita Guichard avanzó hacia él atrevida, amenazadora y llegada ante el lienzo, con la cabeza trastornada por la cólera, los labios apretados para no estallar en injurias, levantó su sombrilla con actitud furiosa é iba á golpear á su enemigo cuando una mano la detuvo, al mismo tiempo que una voz decía:
--Pero, se?ora, ?qué hace usted?
Volvió en sí y se encontró al lado de un guarda de la exposición que la miraba con asombro y refunfu?aba. Clementina balbuceó:
--Hace mucho calor aquí.... He tenido un momento de turbación....
Y fuera de sí, no pudiendo permanecer ante aquel retrato sin ceder al deseo de rasgar la tela, huyó, mientras el empleado decía severamente:
--?No se debía dejar entrar aquí á las locas!
La se?orita Guichard volvió á su casa confesándose que Roussel poseía sobre ella una marcada superioridad y que jamás Herminia tendría ni un gran talento para pintar, ni gran voz para hacer sensación como cantante, ni buen arte como pianista para rivalizar con los Poloneses. Dijo cosas desagradables á su sobrina, que no comprendía nada de todo aquello, y se acostó preguntándose qué mala partida podría jugar á Fortunato.
La casualidad, ese cómplice de los que nada pueden, se encargó de proporcionarle un terrible desquite. Se había instalado en la Celle-Saint-Cloud, como todos los a?os, para pasar el verano, y en sus paseos por el bosque de Saint-Cucufa, veía en la eminencia de Montretout la casa de su primo. Con mucha frecuencia pensaba: "Si tuviera á mi disposición durante un día uno de los grandes ca?ones del Mont-Valerien, ?cómo aniquilaría la casucha de ese miserable! Sería asunto de algunos ca?onazos bien dirigidos."
Pero el Estado francés no presta sus ca?ones á los particulares, aunque sea para bombardearse en familia, y Clementina tuvo que resignarse á ver la casa maldita que se levantaba á lo lejos, punto blanco en el horizonte verdoso de los bosques. Fuera de esto, vivía tranquila en aquel país encantador gozando de un bonito jardín y de sus hermosas flores. Herminia especialmente, era dichosa en la Celle-Saint-Cloud. Amaba la tranquila libertad del campo y pasaba los días bajo un emparrado adornado con guirnaldas de madreselvas, cultivando la amistad de los jilgueros que venían á cantar para ella, revoloteaban al alcance de su mano y comían miguitas de su merienda. De vez en cuando, vibraba una voz fuerte que decía: ?Herminia!, y los pajarillos volaban espantados hacia el espeso follaje, la arena rechinaba bajo el peso de un pie varonil y aparecía la se?orita Guichard con su labor, se sentaba cerca de su sobrina, bajo la sombra embalsamada, y se ponía á trabajar, manejando las agujas de su malla como si fueran espadas y atravesando la lana á grandes pinchazos, como si se hubiera tratado del pecho del aborrecido Roussel. La joven se ingeniaba entonces para agradar á la terrible solterona, la hablaba con amabilidad y trataba de arrancar una sonrisa á sus labios severos y una caricia á sus manos nerviosas.
Una tarde de julio, estaban juntas en aquel sitio, cuando oyeron sonar en la plaza risas estrepitosas, acompa?adas de piafar de caballos. Eran unos empleados de comercio y algunas jóvenes, que montados en caballos de alquiler, se dirigían á Ville-d'Avray para ir después á París. El jardinero de la se?orita Guichard, ocupado en rastrillar un terraplén que caía sobre el bosque á lo largo de una calleja, miraba por encima de la tapia la partida de la bulliciosa cabalgata, que había salido al galope y no podía contener los caballos, estimulados por un pienso extraordinario. De repente, el buen hombre lanzó un grito, levantó los brazos al aire y dejando caer de golpe el rastrillo, dijo con
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