Trafalgar | Page 5

Benito Pérez Galdós
lo manda qué sé yo a dónde, a la Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está una diez o doce meses sin verle, y al fin, si no se le comen los se?ores salvajes, vuelve hecho una miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué hacer para volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no entra en jaula, y de repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest, a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo del Primer Cónsul... ?Ah!, si todos hicieran lo que yo digo, ?qué pronto las pagaría todas juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo!?
Mi amo miró sonriendo una mala estampa clavada en la pared, y que, torpemente iluminada por ignoto artista, representaba al Emperador Napoleón, caballero en un corcel verde, con el célebre redingote embadurnado de bermellón. Sin duda la impresión que dejó en mí aquella obra de arte, que contemplé durante cuatro a?os, fue causa de que modificara mis ideas respecto al traje de contrabandista del grande hombre, y en lo sucesivo me lo representé vestido de cardenal y montado en un caballo verde.
?Esto no es vivir--continuó Do?a Francisca agitando los brazos--. Dios me perdone; pero aborrezco el mar, aunque dicen que es una de sus mejores obras. ?No sé para qué sirve la Santa Inquisición si no convierte en cenizas esos endiablados barcos de guerra! Pero vengan acá y díganme: ?Para qué es eso de estarse arrojando balas y más balas, sin más ni más, puestos sobre cuatro tablas que, si se quiebran, arrojan al mar centenares de infelices? ?No es esto tentar a Dios? ?Y estos hombres se vuelven locos cuando oyen un ca?onazo! ?Bonita gracia! A mí se me estremecen las carnes cuando los oigo, y si todos pensaran como yo, no habría más guerras en el mar... y todos los ca?ones se convertirían en campanas. Mira, Alonso--a?adió deteniéndose ante su marido--, me parece que ya os han derrotado bastantes veces. ?Queréis otra? Tú y esos otros tan locos como tú, ?no estáis satisfechos después de la del 14?[3]
[Nota 3: Así se llamaba al combate del cabo de San Vicente. (N. del A.)]
D. Alonso apretó los pu?os al oír aquel triste recuerdo, y no profirió un juramento de marino por respeto a su esposa.
?La culpa de tu obstinación en ir a la escuadra--a?adió la dama cada vez más furiosa--, la tiene el picarón de Marcial, ese endiablado marinero, que debió ahogarse cien veces, y cien veces se ha salvado para tormento mío. Si él quiere volver a embarcarse con su pierna de palo, su brazo roto, su ojo de menos y sus cincuenta heridas, que vaya en buen hora, y Dios quiera que no vuelva a parecer por aquí...; pero tú no irás, Alonso, tú no irás, porque estás enfermo y porque has servido bastante al Rey, quien por cierto te ha recompensado muy mal; y yo que tú, le tiraría a la cara al se?or Generalísimo de mar y tierra los galones de capitán de navío que tienes desde hace diez a?os... A fe que debían haberte hecho almirante cuando menos, que harto lo merecías cuando fuiste a la expedición de áfrica y me trajiste aquellas cuentas azules que, con los collares de los indios, me sirvieron para adornar la.
--Sea o no almirante, yo debo ir a la escuadra, Paquita--dijo mi amo--. Yo no puedo faltar a ese combate. Tengo que cobrar a los ingleses cierta cuenta atrasada.
--Bueno estás tú para cobrar estas cuentas--contestó mi ama--: un hombre enfermo y medio baldado...
--Gabriel irá conmigo--a?adió D. Alonso, mirándome de un modo que infundía valor.
Yo hice un gesto que indicaba mi conformidad con tan heroico proyecto; pero cuidé de que no me viera Do?a Francisca, la cual me habría hecho notar el irresistible peso de su mano si observara mis disposiciones belicosas.
ésta, al ver que su esposo parecía resuelto, se enfureció más; juró que si volviera a nacer, no se casaría con ningún marino; dijo mil pestes del Emperador, de nuestro amado Rey, del Príncipe de la Paz, de todos los signatarios del tratado de subsidios, y terminó asegurando al valiente marino que Dios le castigaría por su insensata temeridad.
Durante el diálogo que he referido, sin responder de su exactitud, pues sólo me fundo en vagos recuerdos, una tos recia y perruna, resonando en la habitación inmediata, anunciaba que Marcial, el mareante viejo, oía desde muy cerca la ardiente declamación de mi ama, que le había citado bastantes veces con comentarios poco benévolos. Deseoso de tomar parte en la conversación, para lo cual le autorizaba la confianza que tenía en la casa, abrió la puerta y se presentó en el cuarto de mi amo.
Antes de pasar adelante, quiero dar de éste algunas noticias, así como de su hidalga
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