cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para grave esc��ndalo, a la prisi��n del antedicho Villegas, y fecha que sea y depositado en la c��rcel de corte, me dar��is inmediato conocimiento.
Guarde Dios a vuesa merced muchos a?os.
EL CONDE DE CASTELLAR.
Hoy 10 de septiembre de 1676.
Sent��base a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los can��nigos, daban las campanas la gorda para las tres, el alcalde del crimen don Rodrigo de Odr��a, y acababa de echar la bendici��n al pan, cuando se present�� un alguacil y le entreg�� un pliego, dici��ndole:
--De parte de su excelencia el virrey, y con urgencia.
Cabalg�� las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y despu��s de releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se levant�� bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una avispa:
--?Hola, G��erequeque! Que se preparen ahora mismo tus compa?eros, que nos ha ca��do trabajo, y de lo fino.
Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se ve, el bueno de don Rodrigo no era v��ctima del pecado de gula; pues su comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San Bernardo.
--Ya me daba a m�� un tufillo que este don Juan no caminaba tan derecho como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en ��l un aire de tuno que no es para envidiado, y que no me entr�� nunca por el ojo derecho a pesar de sus zalamer��as y dingolodangos. Y cuando el virrey que ha sido su amigote me intima que le eche la zarpa, ?digo si habr�� motivo sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, quien manda, manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay m��s bronce que a?os once, ni m��s lana que no saber que hay ma?ana.
Y plant��ndose capa y sombrero, y empu?ando la vara de alcalde, se ech�� a la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderez�� a la esquina del Colegio Real.
Llegado a ella, comunic�� ��rdenes a sus lebreles, que se esparcieron en distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que escapase el reo, que, a juzgar por los preliminares, deb��a ser p��jaro de cuenta.
Don Rodrigo, acompa?ado de cuatro alguaciles, penetr�� en una casa en la calle de Ildefonso, que seg��n el lujo y apariencias no pod��a dejar de ser habitada por persona de calidad.
Don Juan de Villegas era un vizca��no que frisaba en los treinta y cinco a?os, y que lleg�� a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y cuatro hijos, que com��an m��s que un c��ncer en el est��mago. De repente, y sin que le hubiese ca��do loter��a ni heredado en Am��rica a t��o millonario, se le vi�� desplegar gran boato, dando p��bulo y comidilla al chichisbeo de las comadres del barrio y dem��s gente cuya ocupaci��n es averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.
Don Juan dorm��a esa tarde, y sobre un sof�� de la sala, la obligada siesta de los espa?oles rancios, y despert��, rodeado de esbirros, a la intimaci��n que le dirigi�� el alcalde.
--?Por el rey! D��se preso vuesa merced.
El vizca��no ech�� mano de un pu?al de Albacete que llevaba al cinto y se lanz�� sobre el alcalde y su comitiva, que aterrorizados lo dejaron salir hasta el patio. Mas G��erequeque, que hab��a quedado de vig��a en la puerta de la calle, viendo despavoridos y maltrechos a sus compa?eros, se quit�� la capa y con pasmosa rapidez la arroj�� sobre la cabeza del delincuente, que tropez�� y vino al suelo: entonces toda la jaur��a cay�� sobre el ca��do, seg��n es de a?eja pr��ctica en el mundo, y fuertemente atado dieron con ��l en la c��rcel de corte, situada en la calle de la Pescader��a.
--?Qu�� cosas tan guapas--murmuraba don Rodrigo por el camino--hemos de ver el d��a del juicio en el valle de Josafat! Sabios sin sabidur��a, honrados sin honra, volver cada peso al bolsillo de su leg��timo due?o, y a muchos hijos encontradizos del verdadero padre que los engendr��. Algunos pasar��n de roc��n a ruin. ?Qu�� bahorrina, Se?or, qu�� bahorrina! Bien barruntaba yo que este don Juan ten��a cara de beato y u?as de gato... ?Nada! Al cap��n que se hace gallo, desca?onarlo; que como dice la copla:
Arbol tierno aunque se tuerza recto se puede poner; pero en adquiriendo fuerza no basta humano poder.
Tres meses despu��s, Juan de Villega, que previamente recibi�� doscientos ramalazos por mano del verdugo, marchaba en tra��lla con otros criminales al presidio de Chagres, convicto y confeso del crimen
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