aquella melosidad de dicci��n y aquella costumbre de preguntar por la familia siempre que saludaba �� alguien, y el decir que no andaba bien de salud, haciendo un moh��n de hast��o de la vida. Ten��a ya la perilla amarillenta, el bigote m��s negro que blanco, ambos adornos de la cara tan recortaditos que antes parec��an pegados que nacidos all��. Fuera de la ropa, mejorada en calidad, si no en la manera de llevarla, era el mismo que conocimos en casa de Do?a Lupe la de los pavos; en su cara la propia confusi��n extra?a de lo militar y lo eclesi��stico, el color bilioso, los ojos negros y algo so?adores, el gesto y los modales expresando lo mismo afeminaci��n que hipocres��a, la calva m��s despoblada y m��s limpia, y todo el craso, resbaladizo y repulsivo, muy pronto siempre, cuando se le saluda, �� dar la mano, por cierto bastante sudada.
De la precoz inteligencia de Valentinito estaba tan orgulloso, que no cab��a en su pellejo. �� medida que el chico avanzaba en sus estudios, Don Francisco sent��a crecer el amor paterno, hasta llegar �� la ciega pasi��n. En honor del taca?o, debe decirse que, si se conceptuaba reproducido f��sicamente en aquel pedazo de su propia naturaleza, sent��a la superioridad del hijo, y por esto se congratulaba m��s de haberle dado el ser. Porque Valentinito era el prodigio de los prodigios, un jir��n excelso de la Divinidad ca��do en la tierra. Y Torquemada, pensando en el porvenir, en lo que su hijo hab��a de ser, si viviera, no se conceptuaba digno de haberle engendrado, y sent��a ante ��l la ing��nita cortedad de lo que es materia frente �� lo que es esp��ritu.
En lo que digo de las inauditas dotes intelectuales de aquella criatura, no se crea que hay la m��s m��nima exageraci��n. Afirmo con toda ingenuidad que el chico era de lo m��s estupendo que se puede ver, y que se present�� en el campo de la ense?anza como esos extraordinarios ingenios que nacen de tarde en tarde destinados �� abrir nuevos caminos �� la humanidad. A m��s de la inteligencia, que en edad temprana despuntaba en ��l como aurora de un d��a espl��ndido, pose��a todos los encantos de la infancia: dulzura, gracejo y amabilidad. El chiquillo, en suma, enamoraba y no es de extra?ar que D. Francisco y su hija estuvieran loquitos con ��l. Pasados los primeros a?os, no fu�� preciso castigarle nunca, ni aun siquiera reprenderle. Aprendi�� �� leer por arte milagroso, en pocos d��as, como si lo trajera sabido ya del claustro materno. A los cinco a?os, sab��a muchas cosas que otros chicos aprenden dificilmente �� los doce. Un d��a me hablaron de ��l dos profesores amigos m��os que tienen colegio de primera y segunda ense?anza, llev��ronme �� verle, y me qued�� asombrado. Jam��s vi precocidad semejante ni un apuntar de inteligencia tan maravilloso. Porque si algunas respuestas las endilg�� de taravilla, demostrando el vigor y riqueza de su memoria, en el tono con que dec��a otras se echaba de ver c��mo comprend��a y apreciaba el sentido.
La Gram��tica la sab��a de carretilla; pero la Geograf��a la dominaba como un hombre. Fuera del terreno escolar, pasmaba ver la seguridad de sus respuestas y observaciones, sin asomos de arrogancia pueril. T��mido y discreto, no parec��a comprender que hubiese m��rito en las habilidades que luc��a, y se asombraba de que se las ponderasen y aplaudiesen tanto. Cont��ronme que en su casa daba muy poco que hacer. Estudiaba las lecciones con tal rapidez y facilidad, que le sobraba tiempo para sus juegos, siempre muy sosos �� inocentes. No le hablaran �� ��l de bajar �� la calle para enredar con los chiquillos de la vecindad. Sus travesuras eran pac��ficas, y consistieron, hasta los cinco a?os, en llenar de monigotes y letras el papel de las habitaciones �� arrancarle alg��n cacho; en echar desde el balc��n �� la calle una cuerda muy larga con la tapa de una cafetera, arri��ndola hasta tocar el sombrero de un transe��nte, y recogi��ndola despu��s �� toda prisa. A obediente y humilde no le ganaba ning��n ni?o, y por tener todas las perfecciones, hasta maltrataba la ropa lo menos que maltratarse puede.
Pero sus inauditas facultades no se hab��an mostrado todav��a: inici��ronse cuando estudi�� la Aritm��tica, y se revelaron m��s adelante en la segunda ense?anza. Ya desde sus primeros a?os, al recibir las nociones elementales de la ciencia de la cantidad, sumaba y restaba de memoria decenas altas y aun centenas. Calculaba con tino infalible, y su padre mismo, que era un ��guila para hacer, en el filo de la imaginaci��n, cuentas por la regla de inter��s, le consultaba no pocas veces. Comenzar Valent��n el estudio de las matem��ticas de Instituto y revelar de golpe toda la grandeza de su numen aritm��tico, fu�� todo uno. No aprend��a las cosas, las sab��a
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