Torquemada en la hoguera | Page 3

B. Pérez Galdos
m��s �� menos prematuramente todas las cr��as intermedias, qued��ndole s��lo la primera y la ��ltima. En la ��poca en que cae lo que voy �� referir, Rufinita hab��a cumplido los veintid��s, y Valent��n andaba al ras de los doce. Y para que se vea la buena estrella de aquel animal de D. Francisco, sus dos hijos eran, cada cual por su estilo, verdaderas joyas, �� como bendiciones de Dios que llov��an sobre ��l para consolarle en su soledad. Rufina hab��a sacado todas las capacidades dom��sticas de su madre, y gobernaba el hogar casi tan bien como ella. Claro que no ten��a el alto tino de los negocios, ni la consumada trastienda, ni el golpe de vista, ni otras aptitudes entre morales y olfativas de aquella insigne matrona; pero en formalidad, en honesta compostura y buen parecer, ninguna chica de su edad le echaba el pie adelante. No era presumida, ni tampoco descuidada en su persona; no se la pod��a tachar de desenvuelta, ni tampoco de hura?a. Coqueter��as, jam��s en ella se conocieron. Un solo novio tuvo desde la edad en que apunta el querer hasta los d��as en que la presento; el cual, despu��s de mucho rondar y suspiretear, mostrando por mil medios la rectitud de sus fines, fu�� admitido en la casa en los ��ltimos tiempos de Do?a Silvia, y sigui�� despu��s, con asentimiento del pap��, en la misma honrada y amorosa costumbre. Era un chico de Medicina, chico en toda la extensi��n de la palabra, pues levantaba del suelo lo menos que puede levantar un hombre; estudiosillo, inocente, bon��simo y manchego por m��s se?as. Desde el cuarto a?o empezaron aquellas castas relaciones; y en los d��as de este relato, conclu��da ya la carrera y lanzado Quevedito (que as�� se llamaba) �� la pr��ctica de la facultad, tocaban ya �� casarse. Satisfecho el Peorde la elecci��n de la ni?a, alababa su discreci��n, su desprecio de las vanas apariencias, para atender s��lo �� lo s��lido y pr��ctico.
Pues digo, si de Rufina volvemos los ojos al tierno vastago de Torquemada, encontraremos mejor explicaci��n de la vanidad que le infund��a su prole, porque (lo digo sinceramente) no he conocido criatura m��s mona que aquel Valent��n, ni precocidad tan extraordinaria como la suya. ?Cosa m��s rara! No obstante el parecido con su antip��tico pap��, era el chiquillo guap��simo, con tal expresi��n de inteligencia en aquella cara, que se quedaba uno embobado mir��ndole; con tales encantos en su persona y car��cter, y rasgos de conducta tan superiores �� su edad, que verle, hablarle y quererle vivamente, era todo uno. ?Y qu�� hechicera gravedad la suya, no incompatible con la inquietud propia de la infancia! ?Que gracia mezclada de no s�� qu�� aplomo inexplicable �� sus a?os! ?Qu�� rayo divino en sus ojos algunas veces, y otras qu�� misteriosa y dulce tristeza! Espigadillo de cuerpo, ten��a las piernas delgadas, pero de buena forma; la cabeza m��s grande de lo regular, con alguna deformidad en el cr��neo. En cuanto �� su aptitud para el estudio, llam��mosla verdadero prodigio, asombro de la escuela, y orgullo y gala de los maestros. De esto hablar�� m��s adelante. S��lo he de afirmar ahora que el Peor no merec��a tal joya, ?que hab��a de merecerla! y que si fuese hombre capaz de alabar �� Dios por los bienes con que le agraciaba, motivos ten��a el muy tuno para estarse, como Mois��s, tant��simas horas con los brazos levantados al cielo. No los levantaba, porque sab��a que del cielo no hab��a de caerle ninguna breva de las que �� ��l le gustaban.
II
Vamos �� otra cosa: Torquemada no era de esos usureros que se pasan la vida multiplicando caudales por el gustazo plat��nico de poseerlos; que viven s��rdidamente para no gastarlos, y al morirse, quisieran, �� bien llev��rselos consigo �� la tierra, �� esconderlos donde alma viviente no los pueda encontrar. No: D. Francisco habr��a sido as�� en otra ��poca; pero no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo XIX, que casi ha hecho una religi��n de las materialidades decorosas de la existencia. Aquellos avaros de antiguo ca?o, que afanaban riquezas y viv��an como mendigos y se mor��an como perros en un camastro lleno de pulgas y de billetes de Banco metidos entre la paja, eran los m��sticos �� metaf��sicos de la usura; su ego��smo se sutilizaba en la idea pura del negocio; adoraban la sant��sima, la inefable cantidad, sacrificando �� ella su material existencia, las necesidades del cuerpo y de la vida, como el m��stico lo pospone todo �� la absorbente idea de salvarse. Viviendo el Peor en una ��poca que arranca de la desamortizaci��n, sufri��, sin comprenderlo, la metamorfosis que ha desnaturalizado la usura metaf��sica, convirti��ndola en positivista, y si bien es cierto, como lo acredita la historia, que desde el 51 al 68, su verdadera ��poca de
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