Su único hijo | Page 9

Leopoldo Alas
morder siempre en el mismo sitio, en el ánimo apocado y calmoso del suave cónyuge.
Bonifacio no era cobarde; pero amaba la paz sobre todo; lo que le daba mayor tormento en las injustas lucubraciones bilioso-nerviosas de su mujer, era el ruido.
?Si todo eso me lo dijera por escrito, como hacía D. Diego cuando insultaba a la parte contraria o al inferior en papel sellado, yo mismo lo firmaría sin inconveniente?. Las voces, los gritos, eran los que le llegaban al alma, no los conceptos, como él decía.
Había temporadas en que, después de los ordinarios servicios de la alcoba, para los que era irreemplazable el marido, Emma declaraba que no podía verlo delante, que el mayor favor que podía hacerla era marcharse, y no volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el cielo abierto, tomando la puerta de la calle.

-IV-
Se iba a una tienda. Tenía tres o cuatro tertulias favoritas alrededor de sendos mostradores. Repartía el tiempo libre entre la botica de la Plaza, la librería Nueva, que alquilaba libros, y el comercio de pa?os de los Porches, propiedad de la viuda de Cascos. En este último establecimiento era donde encontraba su espíritu más eficaz consuelo; un verdadero bálsamo en forma de silencio perezoso y de recuerdos tiernos. Por la tienda de Cascos había pasado todo el romanticismo provinciano del a?o cuarenta al cincuenta. Es de notar que en el pueblo de Bonifacio, como en otros muchos de los de su orden, se entendía por romanticismo leer muchas novelas, fuesen de quien fuesen, recitar versos de Zorrilla y del duque de Rivas, de Larra?aga y de D. Heriberto García de Quevedo (salvo error), y representar El Trovador y El Paje, Zoraida y otros dramas donde solía aparecer el moro entregado a un lirismo llorón, desenvuelto en endecasílabos del más lacrimoso efecto:
?Es verdad, Almanzor, mis tiernos brazos te vuelven a estrechar? ?Pluguiera al cielo!, etc.
decía Bonifacio y decían todos los de su tiempo con una melopea pegajosa y simpática, algo parecida a canto de nodriza. Y decían también, esto con más energía:
?Boabdil, Boabdil, levántate y despierta!... etc.
Esta era la mejor y más sana parte de lo que se entendía por romanticismo. Su complemento consistía en aplicar a las costumbres algo de lo que se leía, y, sobre todo, en tener pasiones fuertes, capaces de llevar a cabo los más extremados proyectos. Todas aquellas pasiones venían a parar en una sola, el amor; porque las otras, tales como la ambición desmedida, la aspiración a algo desconocido, la profunda misantropía, o eran cosa vaga y aburrida a la larga, o tenían escaso campo para su aplicación en el pueblo; de modo que el romanticismo práctico venía a resolverse en amor con acompa?amiento de guitarra y de periódicos manuscritos que corrían de mano en mano, llenos de versos sentimentales. ?Lástima grande que este lirismo sincero fuera las más veces acompa?ado de sátiras ruines en que unos poetas a otros se enmendaban el vocablo, dejando ver que la envidia es compatible con el idealismo más exagerado! En cuanto al amor romántico, si bien comenzaba en la forma más pura y conceptuosa, solía degenerar en afecto clásico; porque, a decir la verdad, la imaginación de aquellos so?adores era mucho menos fuerte y constante que la natural robustez de los temperamentos, ricos de sangre por lo común; y el ciego rapaz, que nunca fue romántico, hacía de las suyas como en los tiempos del Renacimiento y del mismo clasicismo, y como en todos los tiempos; y, en suma, según confesión de todos los tertulios de la tienda de Cascos, la moralidad pública jamás había dejado tanto que desear como en los benditos a?os románticos; los adulterios menudeaban entonces; los Tenorios, un tanto averiados, que quedaban en la ciudad, en aquella época habían hecho su agosto; y en cuanto a jóvenes solteras y de buena familia, se sabía de muchas que se habían escapado por un balcón, o por la puerta, con un amante; o sin escaparse se habían encontrado encinta sin que mediara ningún sacramento. La tertulia de Cascos y la tienda de los Porches habían sido, respectivamente, ocasión y teatro de muchas de aquellas aventuras, que se envolvían en un picante misterio y después venían a ser pasto de una murmuración misteriosa también y no menos picante. Aunque en nombre de la religión y de la moral se condenasen tales excesos, no cabe negar que en los mismos que murmuraban y censuraban (tal vez cómplices, por amor al arte, de tales extremos) se adivinaba una recóndita admiración, algo parecida a la que inspiraban los poetas en boga, o los buenos cómicos, o los cantantes italianos--buenos o malos--o los guitarristas excelentes. Aquel romanticismo representado en la sociedad (entonces todavía no se había inventado eso de hablar tanto
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