Su único hijo | Page 8

Leopoldo Alas
yo no entiendo... llamaremos al médico....
--?Eso es, al médico! ?Para estas cosas al médico! Ya que tú no tienes pudor, déjame a mí tenerlo. Estas son intimidades del matrimonio: al médico no se debe recurrir sino en el último apuro.... Tú debieras saber, tú debieras afanarte por averiguar lo que me conviene; aunque no fuera por cari?o, por pudor, por vergüenza; y si no tienes vergüenza, por remordimientos, por....
Ya se ha indicado que la facundia de Emma, llegados estos momentos, no tenía límites.
Un día, en que a ella se le antojó que tenía una inflamación del hígado... en el bazo, fue en busca de su esposo y le encontró en su alcoba tocando la flauta. Su indignación no encontró palabras; allí no había elocuencia posible, a no ser la del silencio... y la de los hechos. ?Ella muriendo de un _ataque al hígado_ y él... ?tocando la flauta!?. Aquello merecía testigos, y los tuvo. Acudieron a la citación de Emma D. Juan Nepomuceno, Sebastián y otros dos primos. La indignación cundió por todos los presentes. El delito era flagrante: la flauta estaba allí, sobre la mesa, y el hígado de Emma en su sitio, pero hecho una laceria. Bonifacio, que a pesar de todo quería a su mujer más que todos los tíos y primos, olvidando el propio crimen, quiso enterarse del mal que padecía la víctima; a duras penas pudo conseguir que Emma, tendida en un sofá y ahogando los sollozos, se?alase con una mano en el lado izquierdo la región del bazo.
--Pero, hija... se atrevió a decir, si eso... no es el hígado. El hígado está al otro lado.
--?Miserable!--gritó la esposa--. ?Todavía te atreves a hablar? ?No dices que tú no eres médico? ?Que tú no entiendes de eso? Y ahora por contradecirme....
D. Juan Nepomuceno, amante de toda verdad, como no fuera del orden aritmético, en el cual prefería las lucubraciones de la fantasía, declaró, con la mano sobre la conciencia, que en aquella ocasión ?rara avis! (dijo) Bonifacio tenía de su parte la razón; que el hígado estaba al otro lado, en efecto.
--No importa--dijo Sebastián--; puede ser un dolor reflejo.
--?Y qué es eso?
--No lo sé; pero me consta que los hay.
No era tal cosa; era un dolorcillo reumático ambulante; pocos momentos después lo sintió Emma en la espalda. Resultó, en fin, que no era nada; pero siempre sería cierta una cosa: que Bonifacio estaba tocando la flauta en el instante en que su esposa se creía a las puertas del sepulcro.
No dormían juntos, sino en habitaciones muy distantes; pero el marido, en cuanto se levantaba, que no era tarde, tenía la obligación de correr a la alcoba de su mujer a cuidarla, a preparárselo todo, porque la criada tenía irremediable torpeza en las manos; y en esta parte Emma hacía a su Bonifacio la justicia de reconocerle buena ma?a y dedos de cera. Rompía mucha loza y cristal, y buenas reprimendas le costaba; pero tenía dotes de enfermero y de ayuda de cámara. Y también reconocía ella de buen grado, y pensando a veces en pasadas ilusiones, que a pesar de ser tan hábil en aquellos manejos, su marido no era afeminado de figura ni de gestos; era suave, algo felino, podría decirse untuoso, pero todo en forma varonil. Aquel plegarse a todos los oficios íntimos de alcoba, a todas las complicaciones del capricho de la enferma, de las voluptuosidades tristes y tiernas de la convalecencia, parecían en Bonifacio, por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes naturales de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica exageración de un amor quijotesco, aplicado a las menudencias de la intimidad conyugal.
Emma seguía sintiéndose orgullosa del _físico_ de su Bonis, como llamaba a Reyes; y al verle ir y venir por la alcoba, siempre de agradable y noble catadura a pesar de los oficios humildes en que allí se empleaba, experimentaba la alegría íntima de la vanidad satisfecha. Mas antes la harían pedazos que dejase traslucir semejantes afectos, y cuanto más guapo, más esclavo quería al mísero escribiente de D. Diego, más humillado cuanto más airoso en su humillación. Re?ir a Bonifacio llegó a ser su único consuelo; no pudo prescindir ni de sus cuidados ni de pagárselos con chillerías y malos modos. ?Qué duda cabía que su Bonis había nacido para sufrirla y para cuidarla?
Sus pocos momentos de buen humor relativo los gastaba Emma en cultivar los resabios de sus pretéritas coqueterías; todavía pretendía parecer bien a los parientes a quienes un día desde?ara; un poco de romanticismo puramente fantástico, alambicado, enfermizo, era lo único que, en presencia de los Valcárcel, y sólo entonces, revelaba la existencia de un espíritu dentro de aquella flaca criatura pálida y arrugada: lo demás del tiempo, casi todo el día, parecía un animal rabiando, con el instinto de ir a
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