Quilito | Page 8

Carlos Maria Ocanto
de tafilete,
a tiempo que don Pablo Aquiles golpeaba las manos en la puerta del
comedor, impaciente. Tía y sobrino bajaron la escalerilla, encontrando
en el patio a Pampa, que pasaba con la sopera humeante en las manos;
ya don Pablo Aquiles se había sentado a la cabecera de la mesa y
desdoblaba con calma la servilleta.
--¿Qué es esto, caballerito? ¡cómo se hace usted esperar!
Minia Casilda ocupó su asiento, mientras Quilito sacaba los guantes del
bolsillo interior de su abrigo, arrojando de paso una mirada a la mal
provista mesa: el mantel, remendado a trechos, no alcanzaba a cubrirla;
la vajilla era de loza, tan maltratada, que el borde de los platos parecía
haber estado expuesto a los mordiscos de hambrientos canes; los
cubiertos, desdentados los tenedores y gastados los cuchillos.
--Yo no como aquí--dijo el joven, enfundando las manos en sus guantes,
como en el Café de París, con unos amigos.
¡Muy bien! ¿y para eso había hecho esperar tanto tiempo? ¡Ir a comer
fuera, cuando la tía se había esmerado tanto en la confección de
aquellos hojaldres, que olían deliciosamente, recién saliditos del horno!
Quilito dijo que tenía un compromiso anterior con los tales y los cuales,
citando media docena de nombres del más legítimo high-life, y
mientras sacaba con negligencia un grueso habano y se disponía a
encenderlo, añadió, dirigiéndose a su padre:
--Esta tarde encontré a tu jefe, el Subsecretario, y me preguntó si
estabas enfermo; le dije que sí, ¿he hecho mal?
--No, señor, perfectamente.
¿De qué otro modo disculpar su falta? Ya se encontraría bueno al día

siguiente, para preparar la mejor excusa. Tomó una fuente de manos de
Pampa, y al colocarla sobre la mesa, insistió sobre aquello de los
hojaldres:
--¡Ea, anímate, muchacho! que esto vale más que tus trufas del Café de
París.
--Si él es muy francés--dijo la tía,--y desprecia estas cosas.
Don Pablo Aquiles le miraba sonriendo y no se hartaba de contemplarle;
¡qué buen mozo y qué elegante era! tenía los ojos de su madre, aquella
Pilar tan amada, que tanto le había hecho sufrir, y también su genio, un
polvorín de explosiones sin consecuencia. Entretanto, el joven había
tomado pie del dicho de misia Casilda, para fundar sus teorías
gastronómicas y anonadar con sus invectivas a la humilde cocina
casera... mucha grasa, mucho aceite y ningún aparato; una fuente que se
presenta en la mesa sin adorno, es como un comensal que se sienta en
mangas de camisa. La señora empezó a toser, a causa del humo del
cigarro; daban las siete.
--Buenas noches--dijo Quilito.
Y salió, haciendo resonar sus tacones sobre las losas del patio.
--¡Que te diviertas!--gritó el padre.
--¡Que no vuelvas tarde!--apuntó la tía.
Concluyó tristemente la modesta comida; con el último bocado se
levantaron y Pampa entró a quitar la mesa. Siempre sucedía lo mismo,
cuando faltaba el niño; era él el alma, la luz, el calor y la alegría de la
casa, y sabía con su picante charla entretener a los viejos, que babeaban,
escuchándole; ¡qué de cosas refería, qué ideas las suyas y qué pico de
oro aquél!
--Casilda--dijo don Pablo Aquiles a su hermana,--voy a salir; cuidado
con la reja del zaguán, y no dormirse hasta que yo vuelva, que no será
tarde.

Abrigado en su ruso, que llevaba más de seis inviernos encima, salió a
dar su paseíto higiénico de costumbre; podía él perder la sobremesa, y
aún la lectura de los diarios vespertinos, pero no su paseo de digestión,
que ocupaba lugar preferente en su programa de cada día.
Nadie hubiera dicho que era aquélla, noche de popular regocijo, en que
se celebraba una fecha memorable, tales eran la soledad, la tristeza y el
silencio de la calle. Verdad es que la casa de don Pablo Aquiles
quedaba un poco al oeste y lejos, por lo tanto, del centro del bullicio,
pero él pensaba lo que era en sus tiempos aquella fiesta: de día, pruebas,
palo jabonado, rompe-cabezas en la Plaza de la Victoria, y fuegos
artificiales, por la noche. ¿Qué digo en sus tiempos? hasta hace poco se
cumplía idéntico programa. Pero, como si la ciudad se avergonzara de
que el extranjero la vea celebrar sus solemnidades a la moda de aldea,
aquellos populares festejos se han desterrado a los barrios extremos, y
ha quedado la gran plaza solitaria y fría, en medio de los resplandores
de sus luces de gas. Don Pablo Aquiles no estaba por estas
innovaciones; pensaba en el entusiasmo que presidía entonces a las
fiestas: en las pruebas, de día; en los fuegos, de noche, que servían de
pretexto para animada tertulia, no de soldados y niñeras, compadritos y
pilluelos, sino de damas principalísimas, que no tenían a menos
descender de sus salones a la arena de la plaza. ¡Cuánta mirada de amor,
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