Quilito | Page 7

Carlos Maria Ocanto

educación de primera, amables, sencillas... Siguió ensartando alabanzas,
hasta que la señora se impacientó.
--Mira, Quilito, que no seremos amigos, si no dejas ese tema; ya sabes
cuánto me desagrada.
--¡Oh! tiíta Silda... ¡pues no faltaba más!
Estampó un beso sonoro en la lustrosa mejilla de la señora,
acompañado de cariñosos palmoteos en la espalda.
--Eres un loco, ¿cuándo sentarás el juicio?
No le quitaba ojo, admirada de su aire desenvuelto y de lo bien que le
caía el traje de etiqueta; la luz del gas le volvía más pálido y señalaba
sus profundas ojeras, esa huella de las malas noches que no puede
ocultarse. El, mientras hacía jugar el resorte del claque, ensayaba la
petitoria de ordenanza, algo para llevar en el bolsillo, dos pesos siquiera,
que le prometía devolver intactos; como después del teatro, es fuerza ir
a tomar cualquier cosa al café y cuando llega el momento de pagar al
mozo, es costumbre echar mano a la cartera, discutiendo con los
amigos el mejor derecho a satisfacer el gasto, él, siempre que llegaba el
caso, mostraba el billete sin soltarlo, mientras daba tiempo al vecino de
saldar cuentas. ¡Qué papel iba a hacer aquella noche si no tenía dinero
que mostrar! dos pesos siquiera... la tía era bastante rica, porque poseía
su rentita de las cédulas hipotecarias y el alquiler de la casita aquella.
¡Buen alquiler te dé Dios! cien pesos, que el inquilino, un herrero con
más hijos que días tiene el año, no le pagaba nunca, siempre llorando
lástimas y pidiendo prórrogas. Sí, ¿pero las cédulas? eso es seguro.
--Tiíta Silda, se los devolveré intactos.
Así decía siempre, y luego venía con esto y con lo otro, pero con las
manos vacías. ¿Qué había hecho de los veinte pesos de la semana
anterior? Quilito, con la cara muy afligida, dijo que los había gastado
en muchas cosas, en muchísimas cosas, en libros, por ejemplo... Bien

está, le prestaría los dos pesos, pero con la condición que no había de
tirarlos de mala manera. Y mientras el joven intentaba hacerla dar unas
vueltas de vals, en señal de regocijo, ella le espetaba el sermoncito con
que solía sazonar sus dádivas. Más seriedad y más contracción al
estudio; la vida que llevaba, no era conveniente para un mocoso que no
tenía pelo de barba; aquellas trasnochadas frecuentes, sobre todo,
debían concluir, por su salud y por su nombre. Que no le viniera con
dianas, que ella se sabía bien que a las tantas no se vuelve de la iglesia,
y no pusiera en el duro trance a su padre de quitarle la llave de la puerta
de calle que, por mal de sus pecados, había conseguido ella se le diera
antes de cumplir los catorce años. Luego, ¡menos gastos! ¡si en aquella
casa nunca se acababa de pagar sus cuentas! ¿se figuraba, acaso, que
tenían algún tesoro escondido? Ni la rentita de las cédulas, ni el sueldo
de don Pablo alcanzaban para cubrirlas. La situación de la familia no
permitía aquellas ruinosas liberalidades, de que él abusaba; ¿a dónde
iban a parar por aquel camino? El joven dió un bostezo.
--¿Tiene usted, tiíta, el dinero a mano?--preguntó.
Y mientras la señora buscaba en el bolsillo, él largó las botaratadas con
que siempre respondía a tales prédicas: si no había que apurarse por tan
poca cosa, cuando él trabajaba por echar los cimientos de la fortuna de
la familia, y lo conseguiría en un dos por tres, porque además de sus
operaciones de Bolsa, tentaba al demonio de la lotería, comprando un
numerito en cada jugada. Ya verían cuando entrara por aquellas puertas,
con la gran noticia: ¡el número tantos, su número, con tantos miles de
miles de premio! ¡o en tal venta de acciones, han resultado cuántos
millones de ganancia! todo así, de la noche a la mañana. Hacerse rico
de otro modo, no tiene gracia. Se desloma uno sobre el yunque, suda el
quilo, gasta su juventud, y cuando la mano tiembla y el cuerpo no
puede tenerse en pie, alcanza el fruto de su trabajo, ¿de qué le sirve
entonces? ¡para pagarse el responso y hacer gozar a los demás! No se
vería él en ese espejo. Mascar mientras haya dientes, porque a boca
desportillada sabe mal el mejor bocado. Pronto iba a cumplir veinte
años: pues antes, mucho antes de cumplirlos, sería rico o por lo menos
estaría en vía de serlo. Y entonces...

--¡No le digo a usted nada, tiíta, no le digo nada!
La señora le oía y se reía. ¡Qué cabeza más destornillada! era un
tarambana, y nunca haría cosa de provecho, si no tenía más juicio y no
dejaba de lado aquellas ideas de fortunas improvisadas, que le quitaban
el sueño. Dióle el billete de dos pesos, que sacó de su cartera
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