de este género, su uso, utilidad, inconvenientes y ventajas,
el Conde, que, según hemos dicho ya, era muy circunspecto y arreglado,
tenía formuladas sus leyes y hechas sus consideraciones, a las que
procuraba ajustar siempre su conducta.
Escribir de amor a las mujeres le parecía un excelente recurso. Casi
todas dan más solemnidad e importancia a lo que se les escribe que a lo
que se les habla. Muchas cosas, de que se ofenden o sonrojan si las
oyen, las pesan y las meditan, y se deleitan en ellas con amorosa
delectación cuando las leen. Si contestan de palabra a un galán que de
palabra las pretende, les es fácil esquivar las cuestiones graves,
tomándolo todo a risa. Lo escrito infunde o impone, por el contrario,
casi inevitable seriedad. Contestar de palabra, dejar entrever de palabra
algún átomo, rayo o vislumbre de esperanza, apenas compromete. La
palabra es vaga, punto menos que espiritual; pasa por el aire y penetra
en el oído sin dejar el menor rastro. Hasta en la memoria se borra y
queda confusa. Tal vez su mayor valer, su más substancial significado
no está en ella misma, sino en el acento con que se pronunció, en el
gesto fugitivo de que fué acompañada, en el mirar suave y rápido, en un
relámpago instantáneo de los ojos, cuando la palabra brotó de los
labios.
En lo escrito no hay nada de esto. En lo escrito, ni el gesto, ni la mirada,
ni la voz pueden modificar palabra alguna y darle un valor momentáneo
que en sí no tenga. Aunque no sea mas que por esto, escribir es
comprometidísimo para las mujeres. La manía de escribir es, con todo,
epidémica en el día, y, como son raras las mujeres que escriben para el
público, cuando presumen de discretas o lo son y alguien les escribe,
sienten las más un invencible prurito de contestar, aunque sólo sea para
lucirse. Una vez puestas en este resbaladero es muy factible que se
deslicen. El mismo sujeto a quien contestan se magnifica y hermosea
en la imaginación, por poco que en realidad se le estime, gracias a que
no se halla presente. El temor del peligro es mayor escribiendo que
hablando; pero también el rubor, la timidez, el recato ceden a veces con
más facilidad estando a solas y cara a cara con el papel que cara a cara
con un hombre, y quizá rodeada la mujer de personas curiosas y que se
supone que serán maldicientes. Así escriben muchas; sueltan prendas
que permanecen, y se ven al cabo comprometidas. Si hubiera
estadística de los enredos amorosos, tal vez más de la mitad de ellos se
vería que habían nacido del prurito de escribir que tienen las mujeres.
Todo esto lo sabía y pensaba el Conde; pero pensaba asimismo que un
hombre prudente y discreto, que no quiere hacer una cadetada, se
compromete en cierto modo y se expone a burlas, risas y desaires si se
adelanta a escribir antes de que llegue cierto período; antes de que se
presente la ocasión oportuna; antes de haber pasado por ciertos trámites;
antes de tener, por lo menos, ciertos indicios racionales de que será
bien recibida la primera carta. Y como ni la casada ni la soltera, ni con
sonrisas, ni con miradas, ni recibiendo de dulce modo indescriptible,
aunque inequívoco, las miradas y las sonrisas de él, habían dado
motivo a que él considerase que la una o la otra, o ambas, estaban ya,
predispuestas a recibir la carta, creía una absurda temeridad escribirles:
lo miraba como un acto de delirio estudiantil, como un arrebato de
hortera o de mozo de café, que en un Conde tan discreto, atildado y
hábil como él; que en un hombre de mundo, conocido en todos los
salones de Europa, casi no tenía perdón ni disculpa.
Por lo pronto, sin embargo, no se le ocurría otra más ingeniosa manera
de entrar en comunicación con las de don Braulio González.
Pero ¿a cuál de ellas escribiría? ¿A la señora o a la señorita?
Una y otra resolución estaban erizadas de gravísimos inconvenientes.
Ninguna de las dos mujeres, valiéndonos de una expresión vulgar, le
había dado pie para nada. Ni le habían excitado, ni le habían animado
mirándole, ni le habían sonreído, ni se habían mostrado enojadas
cuando las siguió, cuando casi las detuvo, cuando descaradamente se
quedó mirándolas. La más glacial indiferencia había aparecido en
ambas mujeres. Habían estado tan dignas, tan severas, tan naturales, tan
sin espantos o alharacas de hembra vulgar que es honrada o presume de
serlo, como si hubieran sido dos duquesas o princesas que hubieran
tenido el capricho de salir de noche a recorrer las calles y se hubiesen
visto perseguidas, durante algunos minutos, por un lacayo mal criado y
bastante vano para creerse seductor.
El
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.