o menos rico. La dama más encopetada no desdeña
por amiga, ni se avergüenza de ir acompañada de las hijas o de la mujer
de un empleadillo cualquiera, con tal de que por sus modales y facha no
sean impresentables. La pobreza del vestido se perdona también, como
no se haga notar por presumida extravagancia o por abominable mal
gusto. No hay señora principal ni semi-principal que no acoja bien a la
más modesta provinciana, que conoció en el campo o en algunos baños
o en alguna ciudad de provincia, y que no la llame prima y la trate
como a pariente, si por acaso lo es.
«En Madrid--pensaba el Conde--falta ahora mucha gente por el verano,
pero Madrid no se ha quedado desierto. Mis niñas--que así las llamaba
ya--son un primor de bonitas: son natural e ingénitamente distinguidas.
¿Cómo es que no tienen amigas o parientes entre las personas que yo
trato? ¿Cómo es que, habiendo en Madrid tanta gente de Sevilla, o que
ha estado en Sevilla, mis niñas no conocen a nadie? En ninguna casa
las he visto. ¿Por qué viven tan aisladas? En la misma Sevilla han de
haber vivido en el mayor aislamiento.»
De aquí infería el Conde que sus desconocidas, aunque sevillanas,
habían vivido lejos del mundo, o por carácter tímido, o por excesiva
pobreza, o por extravagancia del marido.
Pasando luego del pensamiento a la acción, abandonando el método
especulativo y apelando al estudio y averiguación de los hechos, el
Conde, que tenía en todas partes buenas relaciones, fué al jefe del
personal del Ministerio de Hacienda y le preguntó por los nombres de
los más recientes empleados que en todas aquellas dependencias había.
La lista era larga, porque no hacía mucho tiempo que había habido
cambios, renovación y trasiego de empleados; pero no faltaba un oficial
en el personal que tuviese algunas noticias biográficas de todos los
nuevos.
«Don Anacleto Pérez», decía, por ejemplo, la lista.--¿De dónde ha
venido éste?--preguntaba el Conde.--De la Coruña--contestaba el
oficial.--¿Es casado?--Es soltero.--Pues adelante--replicaba el Conde.
Así fué el oficial indicando varios nombres, hasta que dijo:--Don
Braulio González.--¿De dónde ha venido?--preguntó el Conde.--De
Sevilla--contestó el oficial.--¿Es casado?--volvió a preguntar el
Conde.--Es más que casado--dijo el oficial--: podemos calificarle de
bígamo, porque, a más de su mujer, que es muy guapa, tiene consigo a
su cuñada, más guapa aún, si cabe, y rubia como unas candelas.--Ese es
el que yo busco--dijo el Conde. Luego recomendó de nuevo, pues ya
antes lo había hecho al jefe del personal, el sigilo respecto a su
investigación.
Por el oficial supo el Conde asimismo que don Braulio no hacía más
que un mes que estaba en Madrid; que disfrutaba un sueldo de 3.000
pesetas, menos el descuento; que tenía fama de excelente empleado;
que la iba justificando con trabajos que el mismo Ministro le
encomendaba; que era un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años
de edad, aunque parecía más viejo, porque estaba bastante calvo y muy
achacoso; que sólo llevaba tres años de matrimonio; que no tenía hijos;
que su mujer, doña Beatriz, y la hermana de su mujer, llamada Inesita,
eran de un lugar de la provincia de Córdoba, donde él había estado de
Administrador de Rentas; que poco después de la boda le habían
trasladado a Sevilla con ascenso; que en Sevilla él y su familia habían
vivido muy apartados del trato de las gentes; que ahora vivían en la
calle del Olivo, en el piso tercero de una casa cuyo número también le
dió, y que eran todos tan hurones, que apenas se trataban en Madrid con
alma viviente.
Enterado el Conde de todo, volvió a sus meditaciones y cálculos. Había
dado el primer paso; pero era menester dar el segundo. Sabía ya con
quién tenía que habérselas; pero esto de nada servía si no lograba con
tino ponerse en comunicación con don Braulio y su familia.
El Conde distaba infinito de ser un atolondrado. Si bien no le arredraba
ningún peligro; si bien no le dolía tener que aventurar la piel, temía
siempre dar un golpe en vago, hacer alguna cosa que pudiera ponerle en
situación desairada y ridícula. De esto tenía más miedo, no ya que de
una espada desnuda, sino que de quince ametralladoras que fuesen a
dispararse contra él.
Dada esta su natural condición, las dificultades no eran pequeñas.
¿Cómo hacerse presentar en una casa donde nadie de su clase, y quizá
nadie tampoco de otra clase cualquiera, entraba de visita? ¿Qué
pretexto alegar para encajarse de patitas en la morada de aquella pobre
gente?
La presentación es el medio más correcto de conocer y tratar a las
personas; pero el Conde no se sentía con la desvergüenza suficiente
para ser allí presentado.
¿Escribiría un billete amoroso a fin de entrar en relaciones?
Sobre cartas
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