ha de negar que el Conde era divertido
en su conversación. Hablando, encantaba o deslumbraba. Narraba como
pocos, y con tal arte, que él mismo se creía la historia, aunque fuese
mentira, y el auditorio solía creérsela también. Se diría que la
imaginación y la memoria eran en el Conde una sola y única facultad
del alma.
Era petulante, pero con petulancia graciosa, jovial y dulce, que a nadie
ofendía. Sus finos modales y su simpática figura contribuían mucho a
producir tan buen efecto.
Aquella noche le había dado por denigrarlo todo. Recordando a las
princesas rusas, a las ladies inglesas, a las condesas alemanas, a las
francesas del Faubourg Saint-Germain, y hasta a las griegas fanariotas,
que había tratado con la mayor intimidad, iba sosteniendo que no valían
un bledo todas las mujeres que se paseaban en aquel momento en los
jardines.
«Apenas--decía--si de toda esta desdichada muchedumbre se podrá
entresacar media docena que merezca una declaración de amor.»
Los amigos impugnaban tan cruel censura, y el Conde, para defenderse,
sostenía su opinión con gracia y desenfado.
Conforme iba así disputando y paseando, advirtió de pronto que delante
de él paseaban dos mujeres, pequeñitas ambas, esbeltas, jóvenes al
parecer, aunque sólo de espaldas las veía, y que algo habían oído y
seguían oyendo de su diatriba y de la disputa, porque de vez en cuando
cuchicheaban y se reían, como si hicieran comentarios a la
conversación de los que venían detrás.
No había visto el Conde la cara de ninguna de aquellas dos mujeres. El
traje de ellas nada tenía de notable para ojos vulgares y profanos. La
una vestía de ligera seda negra y la otra un traje obscuro de pobre
percal; las dos iban de mantilla. Había, no obstante, tal pulcritud y aseo
en todo el ser y hasta en el ambiente que circundaba y envolvía a
aquellas mujeres, que, sin atinar con la explicación, el Conde creyó
sentir como una corriente magnética, y se dió a imaginar que aquellas
dos mujeres iban impugnando su aserto, y que cualquiera de ellas se
consideraba, con sobrada razón, un argumento vivo, fortísimo e
irresistible, contra sus fatuas afirmaciones.
Advirtió el Conde además que ambas tenían bonito cuerpo y
movimientos airosos sin afectación, y que llevaban la falda bastante
recogida para que no se manchase o empolvase torpemente en la arena
y para que se pudiesen columbrar de vez en cuando sus pies menudos,
afilados, altos de torso y calzados con esmero de graciosos botincillos.
El deseo de verles la cara se hizo sentir en seguida en el ánimo del
Conde; pero ellas, quizá sospechando aquel deseo, no volvían la cara,
puede que a fin de contrariarle y de hacerle más vivo.
El Conde tuvo que caminar más de prisa y pasar delante de ellas para
mirarlas. Entonces vió con grato asombro que ambas eran lindísimas.
En el rostro iban declarando que eran hermanas. Se parecían con ese
parecido que llamamos aire de familia, y eran, con todo, muy diferentes.
La mayor de edad y menor de estatura, la del traje de seda, era trigueña,
con ojos y pelo negros, labios colorados como una guinda y
blanquísimos dientes, que mostraba riendo. La menor, la del vestido de
percal, era más alta; parecía tener cuatro o cinco años menos que la otra,
diez y ocho a lo más; era blanca y rubia, y con ojos azules, y
propiamente semejaba un ángel. No reía tanto como la mayor, y se
mostraba más seria y menos desenvuelta. Tenía singular expresión de
dulzura, serenidad y apacible contentamiento.
Bien conoció el Conde que las para él desconocidas, ni eran de lo que
llaman la sociedad, ni podían tampoco colocarse en ninguno de los
grados de la jerarquía del heterismo.
Su mirada penetrante y experimentada conoció en seguida que eran
ambas de la clase media, o pobres, o muy modestas; que la morena
debía de estar casada y que era soltera la rubia. Vió que nadie las
acompañaba, y creyó notar que estaban apuradas y como arrepentidas
de haber venido solas y que, si por un lado les lisonjeaba el amor
propio haber llamado la atención de tan desdeñoso galán, por otro
andaban recelosas, casi consternadas de aquel pequeño triunfo.
Entre los amigos del Conde los había que se jactaban de conocer a todo
Madrid, alto, bajo y mediano, con tal que perteneciesen las personas al
sexo femenino. El Conde les preguntó quiénes eran aquellas muchachas.
Todos las miraron, y todos dijeron que no las conocían.
--Serán forasteras--añadió uno.
--Serán recién llegadas a Madrid--dijo otro.
--Deben de ser o malagueñas o sevillanas--exclamó un tercero.
--Sevillanas son--repuso el Conde--. No me cabe la menor duda.
Entonces hizo un pomposo elogio de las sevillanas en general con
claras alusiones a las dos que iban delante y que por tales tenía,
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