Dios manda; unas de mantilla,
otras de sombrero, y no pocas son muy guapas, sea como sea lo que
lleven.
Lo único que, en general, pudiera censurarse aquella noche, y puede
censurarse aún en el traje de las mujeres, es lo largo de las colas. Para ir
a pie a los Jardines, y, aunque se vaya en coche, para pasear luego a pie,
es feísimo y sucio todo aquel aditamento de enagua blanca y de vestido
que va arrastrando, llenándose de polvo, levantándole y esparciéndole
en el aire, y barriendo, por último, cuanta inmundicia encuentra al paso.
La cola no está bien sino para andar sobre limpias y mullidas alfombras,
o sobre mármol bruñido y lustroso, o sobre preciosas y pulidas maderas,
incrustadas en forma de primoroso mosaico. Para andar por las calles o
por el campo, donde suele haber lodo y quién sabe cuántas cosas peores,
toda mujer de gusto debe prescindir de la cola. Algunas, aunque son las
menos, prescinden ya.
En la noche a que nos referimos iba declamando contra las colas un
caballerito, como de veintiocho años, recién llegado de Alemania y de
Francia, y de lo más elegante, atrevido y alegre que puede imaginarse.
Rodeábanle, e involuntariamente le admiraban y le reían las gracias,
otros cinco jóvenes de lo más atildado y encopetado de Madrid.
Nuestro declamador había venido tan extemporáneamente para un
negocio de su casa. Pensaba pasar en Madrid tres o cuatro semanas a lo
más e irse a Biarritz en septiembre.
Tenía fama de calavera, pero no de los calaveras víctimas y explotados,
ni tampoco de los verdugos y explotadores. Aunque generoso, no solía
prestar a los que se llaman amigos ni había tomado prestado de los
usureros, y sabía contenerse cuando jugaba y perdía, y no se dejaba
saquear de sus administradores, y llevaba en la memoria todas sus
fincas, rentas y productos, y miraba por todo, y cuando daba era con su
cuenta y razón, y sin cegarse nunca por vanidad o por afecto.
Este caballerito poseía más de 15.000 duros al año; era soltero, andaluz,
no tenía una sola deuda, y llevaba el título de Conde de Alhedín el
Alto.
Jamás había querido estudiar ni seguir carrera ninguna. Era, sin
embargo, curioso y despejado; había leído muchas novelas y libros
populares y amenos de toda clase de ciencias; y con esto, y con el trato
del mundo, y los viajes por lo mejor de Europa, había llegado a tener
un espíritu bastante cultivado y que lo comprendía todo, si bien
someramente.
Detestaba la política. Abominaba de los periódicos. Jamás tomaba uno
en la mano sino para leer anuncios. Los acontecimientos públicos
contemporáneos le fastidiaban, y no quería enterarse de ellos. Hallaba
mil veces más poéticas las historias antiguas que las modernas, y le
interesaba mucho más la caída de Sardanápalo que la de Napoleón III,
y las fabulosas conquistas de Osiris que las del primer Napoleón.
No había querido decidir consigo mismo si era realista o republicano,
liberal o no liberal, partidario de esta Constitución o de aquella.
En religión y en filosofía era menos perezoso; pero, si en política era
indiferente, en esto otro era vacilante. En aquéllo, poco le importaba no
resolverse; en ésto, a pesar suyo, no se resolvía.
Por lo demás, en cuanto tenía que hacer con lo práctico de su vida y de
su conducta, el Conde de Alhedín tenía una filosofía propia, una
doctrina determinada, una colección de principios que le servían de
pauta y de norma para su conducta.
Réstame decir que este héroe, que pongo en campaña, era de mediana
estatura, airoso, fuerte y ágil. Tiraba al florete como pocos, y con una
pistola en la mano casi nadie se le adelantaba. Gran jinete y buen
cazador, jamás había presumido de torero. A lo que sí tuvo afición,
durante dos o tres años de su juventud más temprana, fué a imitar a
Leotard, y con tan buen éxito, que volaba por los aires, en los
combinados trapecios, como si fuera brujo. No lo era, sin embargo,
sino un lindo muchacho, moreno, con hermosos ojos, pelinegro y de
retorcidos bigotes y bien peinada y reluciente barba.
Después de haber disertado contra las colas refirió una serie de
anécdotas ocurridas a él o a algún conocido suyo, en las tierras extrañas
de donde venía. Algunas de estas anécdotas eran de caza o de
equitación; las más fueron de amores, hallando medio de divulgar sus
triunfos y conquistas, que aparentaron creer o creyeron sus
interlocutores, o mejor dicho, su auditorio, pues el Conde era de
aquellos que, si bien hablan primorosamente, fatigan y ofenden a los
menos sufridos, monopolizando el uso de la palabra y no consintiendo,
como vulgarmente se dice, que nadie meta baza o cucharada sino ellos.
A pesar de este monopolio no se
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