Pasarse de listo | Page 2

Juan Valera
necesario tomar aguas o visitar la heredad o hacienda
propia, o cuando no se posee bastante dinero para viajar por esos
mundos como un nababo.
Aquí, en verano, digan lo que quieran los que no piensan como

nosotros, no hace más calor que en Biarritz o en San Sebastián; aquí, en
verano, hay no pocas diversiones, más o menos inocentes, y no se
emplea mal la vida.
Arderíus y sus bufos son baratos y entretenidos. ¿En qué aguas se
encontrará un teatro como el de Arderíus? Es cierto que, desde hace
poco, nos ha entrado un furor de moralidad, un púdico rubor, que todo
lo condena y de todo se solevanta. Críticos y moralistas han levantado
una cruzada contra los bufos. Pero los bufos seguirán triunfantes, a
pesar de todas las disertaciones morales que contra ellos se fulminen.
Les sucederá lo mismo que a los toros. Hasta se puede sostener que los
bufos son más invencibles. Las razones que contra ellos se aducen son
infinitamente menos fundadas.
Sublime espectáculo, sin duda, es ver a un mozo gallardo, sin más
defensa ni escudo que flotante velo rojo, vestido de seda, más
aderezado para fiesta o baile que para brava y terrible lucha, ponerse
delante de irritada y poderosa fiera, llamarla a sí y darle muerte pronta,
cayendo sobre ella con el agudo acero. Si, por desgracia, fuere el
lidiador quien en aquel instante muriese, su muerte, ya que no moral,
tendrá no poco de hermosa, y la compasión y el terror que causare
estarán purificados por la belleza, de acuerdo con las reglas de la
tragedia, escritas por el gran filósofo griego. Lo malo es que para llegar
a este trance de la muerte tenemos que presenciar antes el brutal, largo
y rudo suplicio del noble animal destinado a morir; tenemos que ver
acribillada su piel con pinchos y garfios, que se quedan colgando, si no
se los arrancan con las túrdigas del pellejo; y tenemos que contemplar
asimismo la inmunda crueldad con que son tratados los infelices
jamelgos. Ellos sirven de diversión en las convulsiones y estertores de
la agonía; derraman por la arena su sangre y sus entrañas; se pisan al
andar el redaño y los sueltos intestinos, y andan, no obstante, a fuerza
de los espolazos del picador y en virtud de los palos que sacude en sus
descarnados lomos un fiero ganapán, quien innoble y grotescamente va
por detrás dando aquella paliza, a fin de aumentar el dolor y sacar del
dolor un resto de movimiento y de energía en un ser moribundo, que, si
no tiene pensamiento, tiene nervios y siente como nosotros. Con
escenas tales no debiera haber tan duro corazón que a piedad no se

moviese, ni sujeto de gusto artístico y de alguna elegancia de
costumbres que no las repugnase por lo groseras y villanas, ni
estómago de bronce que no sintiese todos los efectos del mareo.
En resolución: la muerte del toro es bella, si el matador atina y no pasa
de dar dos o tres estocadas; pero, francamente (hablo con sinceridad; yo
no soy declamador ni aficionado a sentimentalismos), lo que precede es
abominable por cualquier lado que se mire.
Repetimos, a pesar de todo, que los toros seguirán. Nosotros mismos no
nos atrevemos a pedir que se supriman, porque hay en ellos algo de
poético y de nacional, que nos agrada. Nos contentaríamos con ciertas
reformas, si fueran posibles. Casi nos contentaríamos con que no
muriesen caballos de tan desastrada y fea muerte.
En cuanto a los bufos, que, según hemos dicho, tienen hoy más
enemigos que los toros, ni reforma ni nada pedimos. Nos parecen bien
como son. Casi no comprendemos la causa de la censura que de ellos se
hace.
En primer lugar, los bufos son los bufos, y no son el sermón o el
jubileo. La madre que anhele conservar el tesoro de candor que hay en
el alma de su hija, y hasta acrecentarle, llévela a cualquiera de las
muchas iglesias que contiene Madrid, y no la lleve a oír las zarzuelas.
Vayan sólo a los bufos, si tan malos son, los hombres curados de
espanto, y aquellas mujeres, que no faltan, curtidas ya en todo género
de malicias, o bien las que son tan inocentes, que, si alguna malicia
llegan a oír, no aciertan a entenderla.
Por otra parte, yo me atrevo a sostener que en la más desvergonzada
zarzuela bufa no hay la quinta parte de los chistes primaverales o
verdosos que en muchas comedias de Tirso, que en muchos sainetes de
don Ramón de la Cruz y que en muchas otras producciones dramáticas
de nuestro gran teatro clásico.
El principal motivo de la censura contra los bufos procede de una
curiosa manía que, desde hace pocos años, se ha apoderado de las
inteligencias más sentenciosas.
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