Misericordia | Page 9

Benito Pérez Galdós
que estuvo la echaron por ser tan larga de u?as, y si ella hubi�� tenido conduta, no le faltar��an casas buenas en que acabar tranquila...
--Pues yo--declar�� la Burlada con negro escepticismo--, vos digo que si ha venido a pedir es porque fue honrada; que las muy sisonas juntan dinero para su vejez y se hacen ricas... que las hay, vaya si las hay. Hasta con coche las he conocido yo.
--Aqu�� no se habla mal de naide.
--No es hablar mal. ?A ver!... La que habla pestes es bueycencia, se?ora presidenta de ministros.
--?Yo?
--S��... Vuestra Eminencia Ilustr��sima es la que ha dicho que la Benina sisaba; lo cual que no es verdad, porque si sisara tuviera, y si tuviera no vendr��a a pedir. T��mate esa.
--Por bocona te has de condenar t��.
--No se condena una por bocona, sino por rica, mayormente cuando quita la limosna a los pobres de buena ley, a los que tienen hambre y duermen al raso.
--Ea, que estamos en la casa de Dios, se?oras--dijo Eliseo dando golpes en el suelo con su pata de palo--. Guarden respeto y decencia unas para otras, como manda la sant��sima dotrina?.
Con esto se produjo el recogimiento y tranquilidad que la vehemencia de algunos alteraba tan a menudo, y entre pedir gimiendo y rezar bostezando se les pasaban las tristes horas.
Ahora conviene decir que la ausencia de la se?�� Benina y del ciego Almudena no era casual aquel d��a, por lo cual all�� van las explicaciones de un suceso que merece menci��n en esta ver��dica historia. Salieron ambos, como se ha dicho, uno tras otro, con diferencia de algunos minutos; pero como la anciana se detuvo un ratito en la verja, hablando con Pulido, el ciego marroqu�� se le junt��, y ambos emprendieron juntos el camino por las calles de San Sebasti��n y Atocha.
?Me detuve a charlar con Pulido por esperarte, amigo Almudena. Tengo que hablar contigo?.
Y agarr��ndole por el brazo con solicitud cari?osa, le pas�� de una acera a otra. Pronto ganaron la calle de las Urosas, y parados en la esquina, a resguardo de coches y transe��ntes, volvi�� a decirle: ?Tengo que hablar contigo, porque t�� solo puedes sacarme de un gran compromiso; t�� solo, porque los dem��s conocimientos de la parroquia para nada me sirven. ?Te enteras t��? Son unos ego��stas, corazones de pedernal... El que tiene, porque tiene; el que no tiene, porque no tiene. Total, que la dejar��n a una morirse de verg��enza, y si a mano viene, se gozar��n en ver a una pobre mendicante por los suelos?.
Almudena volvi�� hacia ella su rostro, y hasta podr��a decirse que la mir��, si mirar es dirigir los ojos hacia un objeto, poniendo en ellos, ya que no la vista, la intenci��n, y en cierto modo la atenci��n, tan sostenida como ineficaz. Apret��ndole la mano, le dijo: ?Amri, saber t�� que servirte Almudena ��l, Almudena m��, como pierro. Amri, dicermi cosas t��... de cosas tigo.
--Sigamos para abajo, y hablaremos por el camino. ?Vas a tu casa?
--Voy a do quierer t��.
--Par��ceme que te cansas. Vamos muy a prisa. ?Te parece bien que nos sentemos un rato en la Plazuela del Progreso para poder hablar con tranquilidad??.
Sin duda respondi�� el ciego afirmativamente, porque cinco minutos despu��s se les ve��a sentados, uno junto a otro, en el z��calo de la verja que rodea la estatua de Mendiz��bal. El rostro de Almudena, de una fealdad expresiva, moreno cetrino, con barba rala, negra como el ala del cuervo, se caracterizaba principalmente por el desmedido grandor de la boca, que, cuando sonre��a, afectaba una curva cuyos extremos, replegando la floja piel de los carrillos, se pon��an muy cerca de las orejas. Los ojos eran como llagas ya secas e insensibles, rodeados de manchas sanguinosas; la talla mediana, torcidas las piernas. Su cuerpo hab��a perdido la conformaci��n airosa por la costumbre de andar a ciegas, y de pasar largas horas sentado en el suelo con las piernas dobladas a la morisca. Vest��a con relativa decencia, pues su ropa, aunque vieja y llena de mugre, no ten��a desgarr��n ni aver��a que no estuvieran enmendados por un zurcido inteligente, o por aplicaciones de parches y retazos. Calzaba zapatones negros, muy rozados, pero perfectamente defendidos con costurones y remiendos habil��simos. El sombrero hongo revelaba servicios dilatados en diferentes cabezas, hasta venir a prestarlos en aquella, que quiz��s no ser��a la ��ltima, pues las abolladuras del fieltro no eran tales que impidieran la defensa material del cr��neo que cubr��a. El palo era duro y lustroso; la mano con que lo empu?aba, nerviosa, por fuera de color moren��simo, tirando a eti��pico, la palma blanquecina, con tono y blanduras que la asemejaban a una rueda de merluza cruda; las u?as bien cortadas; el cuello de la camisa lo menos sucio que es posible imaginar en la m��sera condici��n y vida vagabunda del desgraciado hijo de
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