Misericordia | Page 5

Benito Pérez Galdós
la
antigüedad reclamaba el derecho a la repartición, apropiándose la cifra
mayor, si la cantidad no era fácilmente divisible en partes iguales.
Fuera de esto, existían la preponderancia moral, la autoridad tácita
adquirida por el largo dominio, la fuerza invisible de la anterioridad.
Siempre es fuerte el antiguo, como el novato siempre es débil, con las
excepciones que pueden determinar en algunos casos los caracteres. La
Casiana, carácter duro, dominante, de un egoísmo elemental, era la más
antigua de las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosilla, picotera y

maleante, era la más nueva de las nuevas; y con esto queda dicho que
cualquier suceso trivial o palabra baladí eran el fulminante que hacía
brotar entre ellas la chispa de la discordia.
La disputilla referida anteriormente fue cortada por la entrada o salida
de fieles. Pero la Burlada no podía refrenar su reconcomio, y en la
primera ocasión, viendo que la Casiana y el ciego Almudena (de quien
se hablará después) recibían aquel día más limosna que los demás, se
deslenguó nuevamente con la antigua, diciéndole: «Adulona, más que
adulona, ¿crees que no sé que estás rica, y que en Cuatro Caminos
tienes casa con muchas gallinas, y muchas palomas, y conejos muchos?
Todo se sabe.
--Cállate la boca, si no quieres que dé parte a D. Senén para que te
enseñe la educación.
--¡A ver!...
--No vociferes, que ya oyes la campanilla de alzar la Majestad.
--Pero, señoras, por Dios--dijo un lisiado que en pie ocupaba el sitio
más próximo a la iglesia--. Arreparen que están alzando el Santísimo
Sacramento.
--Es esta habladora, escorpionaza.
--Es esta dominanta... ¡A ver!... Pues, hija, ya que eres caporala, no
tires tanto de la cuerda, y deja que las nuevas alcancemos algo de la
limosna, que todas semos hijas de Dios... ¡A ver!
--¡Silencio, digo!
--¡Ay, hija... ni que fuas Cánovas!».

III
Más adentro, como a la mitad del pasadizo, a la izquierda, había otro

grupo, compuesto de un ciego, sentado; una mujer, también sentada,
con dos niñas pequeñuelas, y junto a ella, en pie, silenciosa y rígida,
una vieja con traje y manto negros. Algunos pasos más allá, a corta
distancia de la iglesia, se apoyaba en la pared, cargando el cuerpo sobre
las muletas, el cojo y manco Elíseo Martínez, que gozaba el privilegio
de vender en aquel sitio La Semana Católica. Era, después de Casiana,
la persona de más autoridad y mangoneo en la cuadrilla, y como su
lugarteniente o mayor general.
Total: siete reverendos mendigos, que espero han de quedar bien
registrados aquí, con las convenientes distinciones de figura, palabra y
carácter. Vamos con ellos.
La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente,
era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad por
lapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin
duda por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la
socorrieran. Respondía al nombre de la señá Benina (de lo cual se
infiere que Benigna se llamaba), y era la más callada y humilde de la
comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las
trazas de perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a
los parroquianos que entraban o salían; en los repartos, aun siendo
leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni de
lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y
con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con
miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitía
trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia,
con el ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto, no diré más
sino que es árabe, del Sus, tres días de jornada más allá de Marrakesh.
Fijarse bien.
Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena
educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante
que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas
perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos,
grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y
los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras

de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no
terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera, y
aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida
en la frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo
mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la
expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de
líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en
penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien
podría creerse que hacía las
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