Memorias de un vigilante | Page 7

José Alvarez
la mayor��a[48], y quedaba como vigilante en la guardia del Departamento.
El principio de mi carrera fue penoso y mortificante. Carec��a hasta de las nociones m��s elementales de lo que formaba la vida de la ciudad, y todo era para m�� motivo de asombro y de curiosidad.
Las calles, los tramways, los teatros, las tiendas y almacenes lujosos, las jugueter��as, las joyer��as, las, iglesias, no era extra?o que me arrastraran hacia ellas con fuerza invencible y que no tuviera ojos ni o��dos para observarlas y asombrarme: era que todo me llamaba, todo me atra��a.
No conoc��a ning��n detalle de la vida civilizada, y cada cosa que saltaba ante mi vista era un motive de sorpresa. No hablo, por cierto, de las maravillas de la electricidad, de la fotograf��a, de la imprenta e de la medicina, que eran cosas abstractas para m�� en ese tiempo: hablo de los carros, de los carruajes, de los vendedores ambulantes, del adoquinado, del agua corriente, que no pod��a comprender c��mo manaba de una pared con s��lo dar vuelta a una llave; del gas, que me produc��a verdadero delirio cada vez que pensaba en ��l; de las casas de vistas[49], de las vidrieras lujosas, del sombrero, de la ropa y hasta del modo de re��r y conversar de las gentes.
Durante un mes mi cerebro trabaj�� como no hab��a trabajado durante todos los d��as, de mi vida, reunidos, y de noche las paredes desnudas de mi modesto cuarto de conventillo me ve��an caer como borracho sobre mi cama, abrumado bajo el peso de las sensaciones de cada d��a.
Me acostaba, y la bara��nda de las calles zumbaba en mis o��dos, y desfilaban, en hilera interminable, las figuras heterog��neas que en el d��a hab��an pasado ante mi vista.
Ve��a las mesitas de hierro de los caf��s y confiter��as de la Recoba[50], que divid��a las plazas de la Victoria y 25 de Mayo--que a?os m��s tarde demoli�� el intendente Alvear,--rodeadas por borrachines paquetes[51], por otros ya transformados en verdaderos descamisados o que estaban por serlo, por soldados y marineros barajados con clases[52], oficiales y hasta jefes, y en las calles laterales y en las veredas, hombres cargados con canastas, que anunciaban en todos los tonos las m��s variadas mercanc��as, gentes apuradas, que se llevaban por delante unas a otras; carruajes, carros, tramways, y m��s lejos, all�� abajo, en el puerto, m��quinas de tren que cruzaban, vapores que silbaban, changadores que corr��an, carros que andaban entre el agua como en tierra, y sirviendo de fondo a la escena el r��o imponente con su fest��n de lavanderas en el primer plano, y en lontananza un bosque impenetrable de m��stiles y chimeneas.
Pero lo que m��s me desvelaba eran las ilusiones del o��do, aquellas voces pronunciadas en todos los idiomas del mundo y en todos los tonos y formas imaginables.
Ve��a venir a un italiano bajito, flaco, requemado, que, con voz de tiple[53], aunque doliente como un quejido, exclamaba acompasadamente: "Pobre do?a Luisa", "Pobre do?a Luisa", mientras lo que en realidad hac��a era ofrecer los f��sforos y cigarrillos que llevaba en un caj��n colgado al pescuezo; otro alto, rollizo, con un cuello de media vara, y llevando canastas repletas de bananas y naranjas, exclamaba en tono alegre: "arr��nqueme esta espina"; mientras un franc��s que vend��a anteojos, cortaplumas y botones, anunciaba con un vozarr��n de bajo: "soy un pillo", coronado por un vendedor de requesones, que clamaba intermitentemente: "tres colas negras".
Luego, de all��, del fondo de la memoria, surg��a la figura de un semigaucho, que con reminiscencias de vidalitas, ofrec��a su mazamorra batida, y tras ��l un negro pastelero, que silbaba y muy echado para atr��s, muy ventrudo, llevando en la cabeza un gran caj��n de factura, soplaba como un fuelle: "ta tapao; met�� la mano".
Mi cabeza era un volc��n: todo lo o��a, todo lo interpretaba y mi cuerpo se debilitaba en aquellas horas de agitaci��n y de fiebre.
?Buenos Aires entero, con sus calles y sus plazas y su movimiento de hormiguero, bull��a en mi imaginaci��n calenturienta!

VIII
LOS BOCETOS DE UN MIOPE
?Y considerar que a pesar de haber tanta gente a mi alrededor, de tener tantos compa?eros en mi nuevo puesto, yo estaba solo, solo como si me hallara en el desierto!
?No hab��a en la multitud un alma que armonizara con la m��a, y envidiaba de coraz��n a los cabos y sargentos que de nada se asombraban y parec��an saberlo todo, no sabiendo nada en realidad, y a los soldados como yo, a quienes no les preocupaba lo que ignoraban, sino lo poco que sab��an y ten��an el coraje de estar alegres y de re��r!
?Con qu�� ahinco estudiaba mis obligaciones, y c��mo me contra��a a mis deberes, circunscribi��ndolos al l��mite m��s estrecho que era posible, tratando de aislarlos del mundo aquel, que me rodeaba y que tem��a!
?Pronto aprend�� lo poco del oficio que ten��a que aprender, y libre y despreocupado pude
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