Memorias de un vigilante | Page 3

José Alvarez
por entre la nube de humo que vomitaba, ve��a, desde donde estaba sentado, un hacinamiento de cabezas, alumbradas por la llama temblorosa del fog��n.
Entre risas ahogadas y cuchicheos, o��a el canto mon��tono de la sart��n en la que se fre��an montones de pasteles dorados, que espolvoreados con az��car rubia, llevados de a seis u ocho--m��ximum que pod��a contener el ��nico plato de loza que hab��a en la casa--con destino al dep��sito general, que estaba en la pieza de paja, bajo la custodia de una vieja vigilante, t��a[18] respetada de algunos muchachos gre?udos y carasucias, que de vez en cuando se asomaban por ah��, espiando el momento de dar un mal��n con suerte.
Eran atra��dos por el olor apetitoso y agradable de los pasteles, que corr��a por todo el rancho, y que al penetrar por la nariz pon��a en juego las gl��ndulas salivales y hac��a caer los est��magos en sue?os deleitosos y en ��xtasis buc��licos.
Bajo su influencia, uno llegaba hasta a olvidar que los tales pasteles estaban guardados en un viejo fuent��n de lata, bajo la cama, en compa?��a del antiguo caj��n de fideos, hoy humilde dep��sito de tabaco para el uso de la patrona, y expuestos a las correr��as irrespetuosas de las pulgas matreras[19], que pasan su vida viajando de los perros a sus due?os y de ��stos a los perros, hasta encontrar alg��n ben��volo forastero que, a pesar suyo, las lleve por ah�� a tierras lejanas.
Ya una veintena de mates amargos y sabrosos, o no, que eran cebados por un muchacho ro?oso--todo un maestro en el arte--hab��an pasado a mi est��mago, haci��ndome olvidar la fatiga y el cansancio, cuando las mozas y los mozos, que hab��an andado por ah�� a salto de mata[20], ya m��s familiarizados con los forasteros, empezaron a dejar sus escondites poco a poco.
Ellos se acercaban serios y graves, nos daban la mano--a m�� y a otros convidados desconocidos que est��bamos como en asamblea, con el brazo r��gido como si fueran a pegar una pu?alada o a asigurar un ?udo, murmuraban algo que no se entend��a y luego se sentaban en rueda, con toda simetr��a, tratando, a fuer de bien criados, de colocar los peque?os bancos de una cuarta de alto y formados por un trozo de madera pulido por el uso y las asentaderas, y con las cabeceras llenas de peque?os cortes producidos por el cuchillo al picar el naco, de modo a no dar la espalda a nadie.
Y all�� se quedaban con las piernas dobladas y el cuerpo encogido en esa posici��n en que se encuentran las momias inc��sicas en sus urnas de barro, pintarrajeadas.
M��s all��, parados, con los pies cruzados, un pucho coronando la oreja, medio perdido entre una mecha rebelde que se escapa del sombrero descolorido y ajado, est��n los gauchos pobres y menos considerados, con sus chirip��s rayados, sus camisetas de percal y sus rebenques colgados en el mango del fac��n, atravesado en la cintura y que asoma por sobre el culero[21] fogueando por el lazo o por bajo el tirador, cuando m��s sujeto por una yunta de bolivianos[22] falsos.
Ellas, las mozas, ven��an en grupo, disimulando su turbaci��n con una sonrisa y haciendo sonar sus enaguas almidonadas y sus vestidos de percaltiesos a fuerza de planchado y que cantaban alegremente al rozar el suelo.
Se sentaban en hilera, graves, por m��s que la alegr��a les rebosaba; se pon��an serias, pero la risa les chacoteaba entre las pesta?as largas y crespas, jugueteaba sobre sus labios y se arremolinaba, all��, en las extremidades de la boca.
Pronto la conversaci��n se hizo general, la fuente de pasteles se puso al alcance de las manos y la familiaridad comenz�� a desarrugar los ce?os adustos y a alejar las desconfianzas.
M��s mozos y m��s mozas continuaron llegando, y de recepci��n en recepci��n y de pastel en pastel, fuimos alcanzando a la noche, que era la aspiraci��n de todos.
Al fin lleg�� y con ella los guitarreros, que eran tres: un viejo tuerto--verdadero archivo de cicatrices--y dos parditos, que eran sus disc��pulos, los voceros de su fama y futuros herederos de su clientela en el pago.
Se colocaron los bancos en rueda, destinado el frente que daba al rancho--sitio de honor--para los guitarreros, para las mam��s y para los mosqueteros de m��s consideraci��n; luego segu��an las mozas que entrar��an en danza y la turbamulta de mirones y de asistentes.
El bastonero[23], que era due?o de casa, se situ�� en un punto c��modo para abarcar el conjunto y hacer la designaci��n de parejas con la mayor estrictez, y mientras se acordaban las guitarras, empez�� a estudiar la concurrencia para--con conocimiento de causa--poder hacer combinaciones que pudiesen satisfacer las aspiraciones de todos: enamorados-bailantes y bailantes solamente.
?C��mo lat��a el coraz��n, en la esperanza de que fuera la moza de su simpat��a la que le tocara a uno en aquel reparto de beldades, que durar��a lo que durase
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