Marianela | Page 9

Benito Pérez Galdós
frenesí musical, fue todo uno.
--Música tenemos. Conozco las manos de mi cuñada.
--Es la señorita Sofía, que toca--afirmó María.
Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y el balcón
principal estaba abierto. Veíase en él una pequeña ascua: era la lumbre
de un cigarro. Antes que el doctor llegase, aquella ascua cayó,
describiendo una perpendicular y dividiéndose en menudas y saltonas
chispas; era que el fumador había arrojado la colilla.
--Allí está el fumador sempiterno--gritó el doctor con acento del más
vivo cariño--. ¡Carlos, Carlos!
--¡Teodoro!--contestó una voz en el balcón.

Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron
pasos en la casa. El doctor dio una moneda de plata a su guía y corrió
hacia la puerta.

-IV-
La familia de piedra
Menudeando el paso y saltando sobre los obstáculos que hallaba en su
camino, la Nela se dirigió a la casa que está detrás de los talleres de
maquinaria y junto a las cuadras donde rumiaban pausada y gravemente
las sesenta mulas del establecimiento. Era la morada del señor Centeno
de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. Baja de
techo, pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a
los cuatro hijos de los esposos Centeno, al gato de los esposos Centeno,
y, por añadidura, a la Nela, la casa, no obstante, figuraba en los planos
de vitela de aquel gran establecimiento ostentando orgullosa, como
otras muchas, este letrero: Vivienda de capataces.
En lo interior el edificio servía para probar prácticamente un aforismo
que ya conocemos, por haberlo visto enunciado por la misma Marianela;
es, a saber, que ella, Marianela, no servía más que de estorbo. En efecto;
allí había sitio para todo: para los esposos Centeno, para las
herramientas de sus hijos, para mil cachivaches de cuya utilidad no hay
pruebas inconcusas, para el gato, para el plato en que comía el gato,
para la guitarra de Tanasio, para los materiales que el mismo empleaba
en componer garrotes (cestas), para media docena de colleras viejas de
mulas, para la jaula del mirlo, para los dos peroles inútiles, para un altar
en que la de Centeno ponía a la Divinidad ofrenda de flores de trapo y
unas velas seculares, colonizadas por las moscas; para todo
absolutamente, menos para la hija de la Canela. Frecuentemente se oía:
--¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!...
También se oía esto:
--Vete a tu rincón.... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.

La casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, a más de
comedor y sala, alcoba de los Centenos mayores. En la segunda
dormían las dos señoritas, que eran ya mujeres, y se llamaban la
Mariuca y la Pepina. Tanasio, el primogénito, se agasajaba en el desván,
y Celipín, que era el más pequeño de la familia y frisaba en los doce
años, tenía su dormitorio en la cocina, la pieza más interna, más remota,
más crepuscular, más ahumada y más inhabitable de las tres que
componían la morada Centenil.
La Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado
distintos rincones, pasando de uno a otro conforme lo exigía la
instalación de mil objetos que no servían sino para robar a los seres
vivos su último pedazo de suelo habitable. En cierta ocasión (no
conocemos la fecha con exactitud), Tanasio, que era tan imposibilitado
de piernas como de ingenio, y se había dedicado a la construcción de
cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, hasta media
docena de aquellos ventrudos ejemplares de su industria. Entonces la de
la Canela volvió tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde
albergarse; pero la misma contrariedad sugiriole repentina y felicísima
idea, que al instante puso en ejecución. Metiose bonitamente en una
cesta, y así pasó la noche en fácil y tranquilo sueño. Indudablemente
aquello era bueno y cómodo: cuando tenía frío, tapábase con otra cesta.
Desde entonces, siempre que había garrotes grandes, no careció de
estuche en que encerrarse. Por eso decían en la casa: «Duerme como
una alhaja».
Durante la comida, y entre la algazara de una conversación animada
sobre el trabajo de la mañana, oíase una voz que bruscamente decía:
«Toma». La Nela recogía una escudilla de manos de cualquier Centeno
grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer sosegadamente.
También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del
señor Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvención: «Mujer,
que no has dado nada a la pobre Nela». A veces acontecía que la
Señana (este nombre se había formado de señora Ana) moviera la
cabeza para buscar con los ojos, por entre los cuerpos de sus hijos,
algún objeto pequeño y lejano,
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