Marianela | Page 5

Benito Pérez Galdós
dentro. La boca de esa caverna hállase a bastante distancia de nosotros; pero hace dos a?os los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la pe?a, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal. Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro, donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día podrá usted verla perfectamente, pues basta trepar un poco por las piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo asiento. Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, se?or, parece que nos hablan al oído. La Nela dice y jura que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he oído palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.
--Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras--dijo el doctor riendo.
--Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde. Prepárese usted a pasar otra galería.
--?Otra?
--Sí, se?or. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto, adelante.
Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y siguiéronle el doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y lóbrego camino. Nunca el sentido del tacto había tenido más delicadeza y finura, prolongándose desde la epidermis humana hasta un pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones húmedos y medio podridos.
--?Sabe usted a lo que me parece esto?--dijo el doctor, conociendo que los símiles agradaban a su guía--. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.
Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para el ciego; mas éste probole lo contrario, diciendo:
--Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías deben de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a todos los demás lugares que conozco.
--Esto es la idea de la meditación.
--Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por donde voy, y por él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.
--?Oh! ?cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día!--exclamó el doctor con espontaneidad suma--. Dígame usted, ?este conducto donde las ideas de usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?
--Ya, ya pronto estaremos fuera.... ?Dice usted que la bóveda del cielo...? ?Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente.
Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:
--Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis parecido más lindas que en este instante.
--Al pasar--dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra--he cogido este pedazo de caliza cristalizada; ?sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me lo parece.
Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
--Amigo querido--dijo Golfín con emoción y lástima--es verdaderamente triste que usted no pueda conocer que ese pedruzco no merece la atención del hombre, mientras esté suspendido sobre nuestras cabezas el infinito reba?o de maravillosas luces que llenan la bóveda del cielo.
El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
--?Es verdad que existís, estrellas?
--Dios es inmensamente grande y misericordioso--observó Golfín, poniendo su mano sobre el hombro de su acompa?ante--. Quién sabe, quién sabe, amigo mío.... Se han visto, se ven todos los días casos muy raros.
Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor.
--No tengo esperanza--murmuró.
Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente.
--Aquí
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