Mare nostrum | Page 9

Vicente Blasco Ibáñez
carruajes y el campaneo
de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro
hacían crujir la escalera. Era el Tritón, que se echaba á la calle incapaz
de permanecer entre cuatro paredes así que apuntaba la luz. Siguiendo
las corrientes de la vida madrugadora llegaba al Mercado, deteniéndose
ante los puestos de flores, donde era más numerosa la afluencia
femenina.
Los ojos de las mujeres iban hacia él instintivamente, con una
expresión de interés y de miedo. Algunas enrojecían al alejarse,
imaginando contra su voluntad lo que podría ser un abrazo de este
coloso feo é inquietante.
--Es capaz de aplastar una pulga sobre el brazo--decían los marineros
de su pueblo para ponderar la dureza de sus bíceps.
Su cuerpo carecía de grasa. Bajo la morena piel sólo se marcaban
rígidos tendones y salientes músculos; un tejido hercúleo del que había
sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le
encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas. Era
Neptuno antes de que le blanquease la cabeza; Poseidón tal como le
habían visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y
rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con
dos rematas en espiral que parecían formados por el goteo del agua del
mar. La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los
ojos pequeños, oblicuos y tenaces, daban á su rostro una expresión de
ferocidad asiática. Pero este gesto se esfumaba al sonreír su boca
dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de
hombre de mar, habituado á alimentarse con salazón.
Caminaba los primeros días por las calles desorientado y vacilante.

Temía á los carruajes; le molestaba el roce de los transeúntes en las
aceras. Se quejaba del movimiento de una capital de provincia,
encontrándolo insufrible, él, que había visitado los puertos más
importantes de los dos hemisferios. Al fin emprendía instintivamente el
camino del puerto en busca del mar, su eterno amigo, el primero que le
saludaba todas las mañanas al abrir la puerta de su casa allá en la
Marina.
En estas excursiones le acompañaba muchas veces su sobrino. El
movimiento de los muelles tenía para él cierta música evocadora de su
juventud, cuando navegaba como médico de trasatlántico; chirridos de
grúas, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.
Sus ojos recibían igualmente una caricia del pasado al abarcar el
espectáculo del puerto: vapores que humeaban, veleros con sus lonas
tendidas al sol, baluartes de cajones de naranjas, pirámides de cebollas,
murallas de sacos de arroz, compactas filas de barricas de vino panza
contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercancías que se iban,
los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de
carbón procedentes de Inglaterra; sacos de cereales del mar Negro;
bacalaos de Terranova, que sonaban como pergaminos al caer en el
muelle, impregnando el ambiente de polvo de sal; tablones amarillentos
de Noruega, que conservaban el perfume de los bosques resinosos.
Naranjas y cebollas caídas de los cajones se corrompían bajo el sol,
esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de
las montañas de trigo, escapando con medroso aleteo al oír pasos.
Sobre la copa azul del puerto trenzaban sus interminables contradanzas
las gaviotas del Mediterráneo, pequeñas, finas y blancas como palomas.
El Tritón iba enumerando á su sobrino las categorías y especialidades
de los buques. Y al convencerse de que Ulises era capaz de confundir
un bergantín con una fragata, rugía escandalizado:
--Entonces, ¿qué diablos os enseñan en el colegio?...
Al pasar junto á los burgueses de Valencia sentados en los muelles caña
en mano, lanzaba una mirada de conmiseración al fondo de sus cestas

vacías. Allá en su casa de la costa, antes de que se elevase el sol ya
tenía él en el fondo de la barca con qué comer toda una semana.
¡Miseria de las ciudades!
De pie en los últimos peñascos de la escollera, tendía la vista sobre la
inmensa llanura, describiendo á su sobrino los misterios ocultos en el
horizonte. A su izquierda--más allá de los montes azules de Oropesa
que limitaban el golfo valenciano--veía imaginativamente la opulenta
Barcelona, donde tenía numerosos amigos; Marsella, prolongación de
Oriente clavada en Europa; Génova, con sus palacios escalonados en
colinas cubiertas de jardines. Luego su vista se perdía en el horizonte
abierto frente á él. Este camino era el de la dichosa juventud.
Marchando en línea recta encontraba á Nápoles, con su montaña de
humo, sus músicas y sus bailarinas morenas de pendientes de aro. Más
allá, las islas de Grecia; en el fondo de una calle acuática,
Constantinopla; y á continuación, bordeando la gran plaza líquida del
mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olvidaban sus
orígenes, sumidos en un hervidero de razas, acariciados por el
felinismo de
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