Mare nostrum | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
tomar chocolate después de oír la primera misa en los
amaneceres dominicales de Abril y Mayo.
Mucho después, cuando sentado á la mesa del padrino sorprendió
cruzándose sobre su cabeza las sonrisas de éste y el ama de llaves, llegó
á sospechar si doña Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y
entusiástico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposición. No, no
era posible; forzosamente debía existir otra.
El notario, que llevaba largos años de amistad con Labarta, pretendía
dirigirle con su espíritu práctico, siendo el lazarillo de un genio ciego.
Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir.
En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes
cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubrían de polvo en la
mesa, y don Esteban había de preocuparse de las fechas, para que el
abogado no dejase pasar los términos del procedimiento.
Su hijo, su Ulises, sería otro hombre. Le veía gran civilista, como su
padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre. La fortuna
entraría por sus puertas como una ola de papel sellado.
Además, podía poseer igualmente el estudio notarial, oficina
polvorienta, de muebles vetustos y grandes armarios con puertas
alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dormían los
volúmenes del protocolo envueltos en becerro amarillento, con iniciales
y números en los lomos. Don Esteban sabía bien lo que representaba su

estudio.
--No hay huerto de naranjos--decía en los momentos de expansión--, no
hay arrozal que dé lo que da esta finca. Aquí no hay heladas, ni
vendaval, ni inundaciones.
La clientela era segura; gentes de Iglesia, que llevaban tras de ellas á
los devotos, por considerar á don Esteban como de su clase, y
labradores, muchos labradores ricos. Las familias acomodadas del
campo, cuando oían hablar de hombres sabios, pensaban
inmediatamente en el notario de Valencia. Le veían con religiosa
admiración calarse las gafas para leer de corrido la escritura de venta ó
el contrato dotal que sus amanuenses acababan de redactar. Estaba
escrito en castellano y lo leía en valenciano, sin vacilación alguna, para
mejor inteligencia de los oyentes. ¡Qué hombre!...
Después, mientras firmaban las partes contratantes, el notario,
subiéndose los vidrios á la frente, entretenía á la reunión con algunos
cuentos de la tierra, siempre honestos, sin alusiones á los pecados de la
carne, pero en los que figuraban los órganos digestivos con toda clase
de abandonos líquidos, gaseosos y sólidos. Los clientes rugían de risa,
seducidos por esta gracia escatológica, y reparaban menos en la cuenta
de honorarios. ¡Famoso don Esteban!... Por el placer de oírle habrían
hecho una escritura todos los meses.
El futuro destino del príncipe de la notaría era objeto de las
conversaciones de sobremesa en días señalados, cuando estaba invitado
el poeta.
--¿Qué deseas ser?--preguntaba Labarta á su ahijado.
Los ojos de la madre imploraban al pequeño con desesperada súplica:
«Di arzobispo, rey mío.» Para la buena señora, su hijo no podía debutar
de otro modo en la carrera de la Iglesia.
El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al
interesado. Sería un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodarían
hacia él como si fuesen céntimos; figuraría en las solemnidades

universitarias con una esclavina de raso carmesí y un birrete
chorreando por sus múltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los
estudiantes escucharían respetuosos al pie de su cátedra. ¡Quién sabe si
le estaba reservado el gobierno de su país!...
Ulises interrumpía estas imágenes de futura grandeza:
--Quiero ser capitán.
El poeta aprobaba. Sentía el irreflexivo entusiasmo de todos los
pacíficos, de todos los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista
de un uniforme, su alma vibraba con la ternura amorosa del ama de cría
que se ve cortejada por un soldado.
--¡Muy bien!--decía Labarta--. ¿Capitán de qué?... ¿De artillería?... ¿De
Estado Mayor?
Una pausa.
--No; capitán de buque.
Don Esteban miraba el techo, alzando las manos. Bien sabía él quién
era el culpable de esta disparatada idea, quién metía tales absurdos en la
cabeza de su hijo.
Y pensaba en su hermano el médico, que vivía retirado en la casa
paterna, allá en la Marina, un hombre excelente pero algo loco, al que
llamaban el Dotor las gentes de la costa y el poeta Labarta apodaba el
Tritón.

II
MATER ANFITRITA
Cuando de tarde en tarde aparecía el Tritón en Valencia, la hacendosa
doña Cristina modificaba el régimen alimenticio de la familia.

Este hombre sólo comía pescado. Y su alma de esposa económica
temblaba angustiosamente al pensar en los precios extraordinarios que
alcanza la pesca en un puerto de exportación.
La vida en aquella casa, donde todo marchaba acompasadamente, sufría
graves perturbaciones con la presencia del médico. Poco después de
amanecer, cuando sus habitantes saboreaban los postres del sueño,
oyendo adormecidos el rodar de los primeros
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