Mare nostrum | Page 3

Vicente Blasco Ibáñez

El castillo caía en poder de los guerreros de la Iglesia, y la esposa de
Manfredo era conducida á una prisión, donde se extinguía su vida al
poco tiempo. La obscuridad tragaba los últimos restos de la familia
maldecida por Roma. La muerte rondaba en torno de la basilisa. Todos
perecían: su hermano Manfredo, su hermanastro el poético y
lamentable Encio, héroe de tantas canciones. Su sobrino el caballeresco

Coradino iba á morir más adelante bajo el hacha del verdugo al intentar
la defensa de sus derechos. Como la emperatriz oriental no
representaba ningún peligro para la dinastía de Anjou, el vencedor la
dejaba seguir su destino sola y desamparada, como una princesa de
Shakespeare.
Viuda del emperador Juan Dukas, tenía el señorío de tres villas
importantes de Anatolia, con una renta de tres mil besantes de oro fino.
Pero esta renta lejana, no llegaba nunca. Y casi de limosna se embarcó
en una nave que hacía rumbo á las perfumadas orillas del golfo de
Valencia. Su sobrina Constanza, hija de Manfredo, estaba casada con el
infante don Pedro de Aragón, hijo de don Jaime. La basilisa se
instalaba en Valencia, recién conquistada. Su sobrino el futuro Pedro
III, que intervenía en el gobierno por la ancianidad de su padre, le
ofreció Estados; pero cansada de una vida de aventuras, prefería entrar
en el convento de Santa Bárbara.
Ultima representante del glorioso Federico, ella y su sobrina Constanza
transmitían á Pedro III los derechos sobre Sicilia, y el grave y tenaz
monarca aragonés los reivindicaba años adelante, apoderándose de la
isla luego de las famosas Vísperas Sicilianas. La pobre emperatriz vivió
hasta el siglo siguiente en la pobreza de un convento recién fundado,
recordando las aventuras de su destino melancólico, viendo con la
imaginación el palacio de mosaicos de oro junto al lago de Nicea, los
jardines donde Vatacio había querido morir bajo una tienda de púrpura,
las gigantescas murallas de Constantinopla, las bóvedas de Santa Sofía,
con sus teorías hieráticas de santos y basileos coronados.
De todos sus viajes y sus fortunas esplendorosas sólo había conservado
una piedra, único equipaje que la acompañó al saltar en la playa de
Valencia. Era un fragmento de una roca de Nicodemia que manó agua
milagrosamente para el bautismo de Santa Bárbara. El notario mostraba
á su hijo el sagrado pedrusco incrustado sobre una pileta de agua
bendita. En la misma capilla estaba la tumba de otra princesa, hija del
basileo Teodoro Lascaris, que había venido á reunirse con su tía en el
lejano destierro.
Ulises, sin dejar de admirar los conocimientos históricos de su padre,

los acogía con cierta ingratitud.
--Mi padrino me explicará mejor esto... Mi padrino sabe más.
Cuando miraba la capilla de Santa Bárbara en el transcurso de la misa,
sus ojos huían del fúnebre arcón. Le inspiraba repugnancia el pensar en
los huesos hechos polvo. Aquella doña Constanza no existía. La que le
interesaba era la otra, la que estaba un poco más allá, pintada en un
pequeño cuadro. Doña Constanza tuvo lepra--enfermedad que en
aquellos tiempos no perdonaba á las emperatrices--, y Santa Bárbara
curó milagrosamente á su devota. Para perpetuar este suceso, allí estaba
Santa Bárbara en el cuadro, vestida con ancha saya y mangas de farol
acuchilladas, lo mismo que una dama del siglo XV, y á sus pies la
basilisa con traje de labradora valenciana y gruesas joyas. En vano
afirmó don Esteban que este cuadro había sido pintado siglos después
de la muerte de la emperatriz. La imaginación del niño saltaba
desdeñosamente sobre estos reparos. Así había sido doña Constanza, tal
como aparecía en el lienzo, pelirrubia y con enormes ojos negros,
guapetona, un poco llena de carnes, como conviene á una mujer
acostumbrada á arrastrar mantos regios y que sólo por devoción accede
á disfrazarse de campesina.
La imagen de la emperatriz llenó su pensamiento infantil. Por las
noches, cuando sentía miedo en la cama, impresionado por la
enormidad del salón que le servía de alcoba, le bastaba hacer memoria
de la soberana de Bizancio para olvidar inmediatamente sus inquietudes
y los mil ruidos extraños del viejo edificio. «¡Doña Constanza!...» Se
dormía abrazado á la almohada, como si ésta fuese la cabeza de la
basilisa. Sus ojos cerrados veían las negras pupilas de la regia señora,
maternales y amorosas.
Todas las mujeres, al aproximarse á él, tomaban algo de aquella otra
que dormía seis siglos en lo alto de un muro.
Cuando su madre, la dulce y pálida doña Cristina, dejaba por un
instante sus labores y le daba un beso, veía en su sonrisa algo de la
emperatriz. Cuando Visanteta, una criada de la huerta, morena, con
ojos de zarzamora y una piel ardorosa y fina, le ayudaba á desnudarse ó

le despertaba para llevarle al colegio, Ulises tendía los brazos en torno
de
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