Mare nostrum | Page 2

Vicente Blasco Ibáñez
de
polvo, moscas y polillas, le hacían pensar nostálgicamente en las
manchas verdes de la huerta, las manchas blancas de los caseríos, los
penachos negros del puerto, repleto de vapores, y la triple fila de
convexidades azules coronadas de espuma que venían á deshacerse con
cadencioso estruendo sobre la playa color de bronce.
Cuando dejaban de brillar las capas bordadas de los tres sacerdotes del
altar mayor y aparecía en el púlpito otro sacerdote blanco y negro,
Ulises volvía la vista á una capilla lateral. El sermón representaba para
él media hora de somnolencia poblada de esfuerzos imaginativos. Lo
primero que buscaban sus ojos en la capilla de Santa Bárbara era una
arca clavada en la pared á gran altura, un sepulcro de madera pintada,
sin otro adorno que esta inscripción: Aquí yace doña Constanza
Augusta, Emperatriz de Grecia.
El nombre de Grecia tenía el poder de excitar la fantasía del pequeño.

También su padrino, el abogado Labarta, poeta laureado, no podía
repetir este nombre sin que una contracción fervorosa pasase por su
barba entre cana y una luz nueva por sus ojos. Algunas veces, al poder
misterioso de tal nombre se yuxtaponía un nuevo misterio más obscuro
y de angustioso interés: Bizancio. ¿Cómo aquella señora augusta,
soberana de remotos países de magnificencia y de ensueño, había
venido á dejar sus huesos en una lóbrega capilla de Valencia, dentro de
un arcón semejante á los que guardaban retazos y cachivaches en los
desvanes del notario?...
Un día, después de la misa, don Esteban le había contado su historia
rápidamente. Era hija de Federico II de Suabia, un Hohenstaufen, un
emperador de Alemania, pero que estimaba en más su corona de Sicilia.
Había llevado en los palacios de Palermo--verdaderas ruzafas por sus
orientales jardines--una existencia de pagano y de sabio, rodeado de
poetas y hombres de ciencia (judíos, mahometanos y cristianos), de
bayaderas, de alquimistas y de feroces guardias sarracenos. Legisló
como los jurisconsultos de la antigua Roma, escribiendo al mismo
tiempo los primeros versos en italiano. Su vida fué un continuo
combate con los Papas, que lanzaban contra él excomunión sobre
excomunión. Para obtener la paz se hacía cruzado y marchaba á la
conquista de Jerusalén. Pero Saladino, otro filósofo de la misma clase,
se ponía rápidamente de acuerdo con su colega cristiano. La posesión
de una pequeña ciudad rodeada de eriales y con un sepulcro vacío no
valía la pena de que los hombres se degollasen durante siglos. El
monarca sarraceno le entregaba Jerusalén graciosamente, y el Papa
volvía á excomulgar á Federico por haber conquistado los Santos
Lugares sin derramamiento de sangre.
--Fué un grande hombre--murmuraba don Esteban--. Hay que
reconocer que fué un grande hombre...
Lo decía tímidamente, sintiendo que sus entusiasmos por aquella época
remota le obligasen á hacer esta concesión á un enemigo de la Iglesia.
Se estremecía al pensar en los libros blasfematorios, que nadie había
visto, pero cuya paternidad atribuía Roma al emperador siciliano:
especialmente el de Los tres impostores, en el que Federico medía con

el mismo rasero á Moisés, Jesús y Mahoma. Este escritor coronado era
el periodista más antiguo de la Historia: el primero que en pleno siglo
XIII había osado apelar al juicio de la opinión pública en sus
manifiestos contra Roma.
Su hija la había casado con un emperador de Bizancio, Juan Dukas
Vatatzés, el famoso «Vatacio», cuando éste tenía cincuenta años y ella
catorce. Era una hija natural, legitimada luego, como casi toda su prole:
un producto de su harén libre, en el que se mezclaban beldades
sarracenas y marquesas italianas. Y la pobre joven, casada con
«Vatacio el Herético» por un padre necesitado de alianzas, había vivido
largos años en Oriente con toda la pompa de una basilisa, envuelta en
vestiduras de rígidos bordados que representaban escenas de los libros
santos, calzada con borceguíes de púrpura que llevaban en las suelas
águilas de oro, último símbolo de la majestad de Roma.
Primeramente había reinado en Nicea, refugio de los emperadores
griegos mientras Constantinopla estuvo en poder de los cruzados,
fundadores de una dinastía latina; luego, cuando, muerto Vatacio, el
audaz Miguel Paleólogo reconquistaba Constantinopla, la viuda
imperial se veía solicitada por este aventurero victorioso. Durante
varios años resistió á sus pretensiones, consiguiendo al fin que su
hermano Manfredo, nuevo rey de Sicilia, la devolviese á su patria.
Federico había muerto; Manfredo hacía frente á las tropas pontificales
y á la cruzada francesa que habían levantado los Papas ofreciendo al
rudo Carlos de Anjou la corona de Sicilia. La pobre emperatriz griega
llegaba á tiempo para recibir la noticia de la muerte de su hermano en
una batalla y seguir la fuga de su cuñada y sus sobrinos. Todos se
refugiaban en Lucera dei Pagani, castillo defendido por los sarracenos
al servicio de Federico, únicos fieles á su memoria.
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