Manfredo | Page 6

Lord Byron
que te oprime, es preciso soportarle,
y todos esos movimientos convulsivos son inutiles.
MANFREDO.
Yo le soporto sobradamente. Mirame: yo vivo.
EL CAZADOR.
Tu te agitas con terror, pero no vives.
MANFREDO.
Te respondere que he vivido muchos anos, y que no cuentan por nada
en el dia en comparacion de los que me faltan vivir. Veo delante de mi
siglos, el infinito, la eternidad, mi conciencia y la sed ardiente de la
muerte que me atormenta sin cesar.
EL CAZADOR.
Apenas se reconoce en tu frente la edad de la virilidad, yo cuento
muchos mas anos que tu.

MANFREDO.
?Crees que la existencia depende del tiempo? Las acciones; ved
nuestras epocas. Las mias han multiplicado mis dias y mis noches al
infinito; los han hecho innumerables como los granos de arena de una
costa, y los han convertido en un desierto arido y helado alque vienen a
espirar las olas que al retirarse no dejan sino cadaveres, escombros de
las rocas y algunas yerbas amargas.
EL CAZADOR.
iAy! ha perdido el juicio, pero yo no debo abandonarle.
MANFREDO.
iQue no le haya perdido como tu dices! todo lo que ahora veo no seria
sino el sueno de un cerebro enfermo.
EL CAZADOR.
?Que ves pues, o que crees ver?
MANFREDO.
A ti y a mi, un paisano de los Alpes, tus modestas virtudes, tu choza
hospitalaria, tu valerosa paciencia, tu alma arrogante, libre y piadosa; tu
respeto por ti mismo fundado sobre tu inocencia, tus dias llenos de
salud, tus noches consagradas al sueno, tus trabajos ennoblecidos por el
riesgo y sin embargo esentos del crimen, tu esperanza de una dichosa
vejez y de una sepultura pacifica, en donde una cruz y una guirnalda de
flores adornaran los cespedes, y a la cual serviran de epitafio los tiernos
sentimientos de tus nietos: esto es lo que veo; y si miro dentro de mi
mismo ... pero ya no es tiempo; mi alma estaba ya dolorida....
EL CAZADOR.
?Y no cambiarias con gusto tu suerte por la mia?
MANFREDO.
No, amigo mio, yo no querria hacer un cambio tan funesto paro ti, y no
lo haria con ningun otro viviente. Solo, puedo resistir a mis angustias,
solo, puedo vivir soportando lo que los otros hombres no podrian
conocer, ni aun en suenos, sin perder la vida.
EL CAZADOR.
?Como con este generoso interes por tus semejantes, puedes verte
cargado de crimenes? cesa de decirmelo; ?un hombre capaz de un
sentimiento tan tierno puede haber inmolado a su furor a sus enemigos?
MANFREDO.
No, no, ijamas! he sido cruel con los que me amaban, con aquellos a

quienes yo amaba. Jamas he dado un golpe a un enemigo sino en mi
legitima defensa; pero iay! mis caricias eran fatales.
EL CAZADOR.
iQue el cielo restituya la tranquilidad a tu alma! ique el arrepentimiento
te vuelva a ti mismo! yo te prometo mis oraciones.
MANFREDO.
No tengo ninguna necesidad de ellas; pero no desprecio tu piedad, me
retiro; a Dios. Te dejo este bolsillo, igualmente que mis gracias, no hay
que rehusarle ... esta recompensa te es debida ... no me sigas ... conozco
mi camino, no tengo que atravesar los senderos peligrosos de la
montana; lo repito otra vez, no quiero que se me siga.
[Manfredo se va.]

ESCENA II.
[El teatro representa un valle de los Alpes inmediato a una catarata.]
MANFREDO.
El sol no se halla a la mitad de su carrera, y el arco iris que corona el
torrente recibe de sus rayos sus hermosos colores[1]. Las aguas
estienden sobre el declivio de las rocas su manto de plata, y su espuma
que se eleva como un surtidor, se parece a la cola del enorme y palido
caballo del Apocalipsis sobre el que vendra la Muerte.
Mis ojos solamente gozan en el momento de este magnifico
espectaculo, estoy solo en esta pacifica soledad, y quiero disfrutar del
homenage de la cascada con el genio de este lugar. Llamemosle.
[Manfredo toma algunas gotas de agua en el hueco de su mano y las
arroja al aire pronunciando su conjuro magico. Al cabo de un momento
de silencio aparece la Encantadora de los Alpes bajo el arco iris del
torrente.]
iEspiritu de una hechicera hermosura, que yo pueda admirar tu
cabellera luminosa, los ojos resplandecientes y las formas divinas que
reunen todos los hechizos de las hijas de los hombres a una sustancia
aerea y a la esencia de los mas puros elementos! Los colores de tu tez
celeste se parecen al bermellon que hermosea las megillas de un nino
dormido en el seno de su madre y mecido con los latidos de su corazon;
se parecen al color de rosa que dejan caer los ultimos rayos del dia
sobre la nieve de los ventisqueros, y que puede equivocarse con el
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