tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardiner��a sim��trica y geom��trica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista m��s lince distinguir��a rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blas��n de los Ulloas; y, sin embargo, persist��a en la confusa masa no s�� qu�� aire de cosa plantada adrede y con arte. El borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo guarnec��an andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aqu�� y acull�� como gigantescos proyectiles en alg��n desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque parec��a charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los que ayer fueron cenadores y bancos r��sticos se hab��an convertido en rincones poblados de maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de ma��z, a cuya orilla, como tenaz reminiscencia del pasado, crec��an libres, espinosos y alt��simos, algunos rosales de variedad selecta, que iban a besar con sus ramas m��s altas la copa del ciruelo o peral que ten��an enfrente. Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el ��ltimo v��stago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distra��damente como quien no sabe qu�� hacer del tiempo. La presencia de Juli��n le dio la soluci��n del problema. Se?orito y capell��n emparejaron y alabando la hermosura del d��a, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesi��n del marqu��s. Juli��n abr��a mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopet��n toda la ciencia r��stica, a fin de entender bien las explicaciones relativas a la calidad del terreno o el desarrollo del arbolado; pero, acostumbrado a la vida claustral del Seminario y de la metr��poli compostelana, la naturaleza le parec��a dif��cil de comprender, y casi le infund��a temor por la vital impetuosidad que sent��a palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el ��spero vigor de los troncos, en la fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre. Exclam�� con desconsuelo sincer��simo:
--Yo confieso la verdad, se?orito.... De estas cosas de aldea, no entiendo jota.
--Vamos a ver la casa--indic�� el se?or de Ulloa--. Es la m��s grande del pa��s--a?adi�� con orgullo.
Mudaron de rumbo, dirigi��ndose al enorme caser��n, donde penetraron por la puerta que daba al huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de siller��a, cruzaron varios salones con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la humedad, no siendo m��s clemente la polilla con el maderamen del piso. Pararon en una habitaci��n relativamente chica, con ventana de reja, donde las negras vigas del techo semejaban remot��simas, y asombraban la vista grandes estanter��as de casta?o sin barnizar, que en vez de cristales ten��an enrejado de alambre grueso. Decoraba tan t��trica pieza una mesa-escritorio, y sobre ella un tintero de cuerno, un viej��simo bade de suela, no s�� cu��ntas plumas de ganso y una caja de obleas vac��a.
Las estanter��as entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en las dos sillas de baqueta, encima de la mesa, en el alf��izar mismo de la enrejada ventana, hab��a m��s papeles, m��s legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papeler��a exhalaba un olor a humedad, a rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El marqu��s de Ulloa, deteni��ndose en el umbral y con cierta expresi��n solemne, pronunci��:
--El archivo de la casa.
Desocup�� en seguida las sillas de cuero, y explic�� muy acalorado que aquello estaba revuelt��simo-aclaraci��n de todo punto innecesaria--y que semejante desorden se deb��a al descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas manos pecadoras hab��a venido el archivo a parar en lo que Juli��n ve��a....
--Pues as�� no puede seguir--exclamaba el capell��n--. ?Papeles de importancia tratados de este modo! Hasta es muy f��cil que alguno se pierda.
--?Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habr��n causado, y c��mo andar�� todo, porque yo ni mirarlo quiero.... Esto es lo que usted ve: ?un desastre, una perdici��n! ?Mire usted..., mire usted lo que tiene ah�� a sus pies! ?Debajo de una bota!
Juli��n levant�� el pie muy asustado, y el marqu��s se baj�� recogiendo del suelo un libro delgad��simo, encuadernado en badana verde, del cual pend��a rodado sello de plomo. Tom��lo Juli��n con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destac�� una soberbia miniatura her��ldica, de colores vivos y frescos a despecho de los a?os.
--?Una ejecutoria de nobleza!--declar�� el se?orito gravemente.
Por medio de su pa?uelo doblado, la limpiaba Juli��n del
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