Los pazos de Ulloa | Page 5

Emilia Pardo Bazán
de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la ro?a, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.
--?Pobre!--murmuró cari?osamente--. ?Te ha mordido la perra? ?Te hizo sangre? ?Dónde te duele, me lo dices? Calla, que vamos a re?irle a la perra nosotros. ?Pícara, malvada!
Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.
--?Farsante!--gritó--. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ?Y tú, para qué vas a meterte con ella? Un día te come media nalga, y después lagrimitas. ?A callarse y a reírse ahora mismo! ?En qué se conocen los valientes?
Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al ni?o que, cogiéndolo sin vacilar, lo apuró de un sorbo. El marqués aplaudió:
--?Retebién! ?Viva la gente templada!
--No, lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta--murmuró el abad de Ulloa.
--?Y no le hará da?o tanto vino?--objetó Julián, que sería incapaz de bebérselo él.
--?Da?o! ?Sí, buen da?o nos dé Dios!--respondió el marqués, con no sé qué inflexiones de orgullo en el acento--. Déle usted otros tres, y ya verá.... ?Quiere usted que hagamos la prueba?
--Los chupa, los chupa--afirmó el abad.
--No se?or; no se?or.... Es capaz de morirse el peque?o.... He oído que el vino es un veneno para las criaturas.... Lo que tendrá será hambre.
--Sabel, que coma el chiquillo--ordenó imperiosamente el marqués, dirigiéndose a la criada.
ésta, silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto cuenco de caldo, y el ni?o fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.
En la mesa, los comensales mascaban con buen ánimo. Al caldo, espeso y harinoso, siguió un cocido sólido, donde abundaba el puerco: los días de caza, el imprescindible puchero se tomaba de noche, pues al monte no había medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos desencadenó la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqués dio al codo a Primitivo.
--Tráenos un par de botellitas.... De el del a?o 59.
Y volviéndose hacia Julián, dijo muy obsequioso:
--Va usted a beber del mejor tostado que por aquí se produce.... Es de la casa de Molende: se corre que tienen un secreto para que, sin perder el gusto de la pasa, empalague menos y se parezca al mejor jerez.... Cuanto más va, más gana: no es como los de otras bodegas, que se vuelven azúcar.
--Es cosa de gusto--aseveró el abad, reba?ando con una miga de pan lo que restaba de yema en su plato.
--Yo--declaró tímidamente Julián--poco entiendo de vinos.... Casi no bebo sino agua.
Y al ver brillar bajo las cejas hirsutas del abad una mirada compasiva de puro desde?osa, rectificó:
--Es decir... con el café, ciertos días se?alados, no me disgusta el anisete.
--El vino alegra el corazón.... El que no bebe, no es hombre--pronunció el abad sentenciosamente.
Primitivo volvía ya de su excursión, empu?ando en cada mano una botella cubierta de polvo y telara?as. A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los vasos chicos traídos _ad hoc_. Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el abad y el se?orito. Sabel, por su parte, a medida que el banquete se prolongaba y el licor calentaba las cabezas, servía con familiaridad mayor, apoyándose en la mesa para reír algún chiste, de los que hacían bajar los ojos a Julián, biso?o en materia de sobremesas de cazadores. Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo que oía, como por no ver a Sabel, cuyo aspecto, desde el primer instante, le había desagradado de extra?o modo, a pesar o quizás a causa de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne. Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su color animado, su pelo casta?o que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas hasta más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz. Por no mirar a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simpática, fue poco a poco deslizándose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí, alzó su cara desvergonzada y risue?a, y tirando a Julián del chaleco, murmuró en tono suplicante:
--?Me lo da?
Todo el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.
--?Qué
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