en el Casino; mas la culpa no era de ella.
Pensaba haber amasado el día anterior, pero no tenía harina y estaba
esperando que el payés de Son Febrer trajese su tributo. ¡Las gentes
ingratas y olvidadizas!...
La vieja servidora insistió en su desprecio al labriego cultivador de Son
Febrer, predio que constituía la última fortuna de la casa. Todo lo debía
el rústico a la benevolencia de la familia, y ahora, en los momentos
difíciles, olvidaba a sus buenos señores.
Jaime siguió mascando, con el pensamiento puesto en Son Febrer.
Tampoco aquello era suyo, no obstante figurar él como dueño. El
predio, situado en el centro de la isla--la mejor finca heredada de sus
padres, la que llevaba el nombre de la familia--, lo tenía hipotecado e
iba a perderlo de un momento a otro. La renta, escasa y corta, conforme
a los usos tradicionales, servíale para pagar únicamente una exigua
parte del interés de los préstamos, engrosando el resto la cuantía de la
deuda. Quedaban las aldehalas, los pagos en especie que el payés debía
hacerle, siguiendo costumbres antiguas, y con ellos se mantenían él y
madó Antonia, perdidos en el inmenso caserón que había sido hecho
para albergar una tribu. En Navidad y en Pascua de Resurrección
recibía una pareja de corderos acompañados de una docena de aves de
corral; en el otoño dos cerdos bien cebados para la matanza, y todos los
meses huevos y una cantidad de harina, a más de los frutos de la
estación. Con estas aldehalas, unas consumidas en la casa y otras
vendidas por la sirviente, iban sosteniéndose Jaime y madó Antonia en
la soledad del palacio, aislados de la curiosidad pública, como dos
náufragos perdidos en un islote. Las ofrendas en especie se retrasaban
cada vez más. El payés, con ese egoísmo rústico propenso a huir de la
desgracia, hacíase el remolón, evitando el cumplimiento de sus
obligaciones. Sabía que el mayorazgo ya no era el verdadero amo de
Son Febrer, y muchas veces, al llegar a la ciudad con sus presentes,
torcía el camino, yendo a depositarlos en las casas de los acreedores,
temibles personajes a los que deseaba tener propicios.
Jaime miró con tristeza a la servidora, que permanecía erguida ante él.
Era una antigua payesa que aún conservaba el traje de su pueblo: jubón
obscuro, con doble fila de botones en las mangas; falda clara y rameada,
y cubriendo su cabeza el rebocillo, blanco velo sujeto al cuello y al
pecho, por debajo del cual se escapaba la gruesa trenza--que llevaba
postiza y muy negra--rematada por largas cintas de terciopelo.
--¡Miserias, madó Antonia!--dijo el señor en el mismo lenguaje--.
Todos huyen de los pobres, y el mejor día, si ese tuno no trae lo que
nos debe, tendremos que comernos uno a otro, lo mismo que si
fuésemos náufragos.
La vieja sonrió: «El señor siempre alegre.» En esto era un vivo retrato
de su abuelo don Horacio, eternamente serio, con una cara que metía
miedo, ¡pero diciendo unas cosas!...
--Esto debe acabar--prosiguió Jaime, sin hacer caso de la alegría de la
sirviente--. Esto acabará hoy mismo; estoy decidido... Sábelo, madó,
antes de que la noticia corra: me caso.
La criada juntó las manos devotamente para expresar su asombro y
elevó la mirada al techo. ¡Santísimo Cristo de la Sangre! Ya era hora...
Antes debía haberlo hecho, y otro sería el estado de la casa. Despertóse
en ella la curiosidad, y preguntó con una avidez de campesina:
--¿Es rica?...
El gesto afirmativo del señor no la sorprendió. Forzosamente había de
ser rica. Sólo una mujer que llevase con ella una gran fortuna podía
aspirar a unirse con el último de los Febrer, que habían sido los
hombres más notables de la isla y tal vez del mundo entero.
La pobre madó pensó en su cocina, poblándola instantáneamente con la
imaginación de vasijas de cobre brillantes como oro, viéndola con
todos los fogones encendidos, llena de muchachas de brazos
arremangados, el rebocillo atrás, la trenza flotante, y ella en medio,
sentada en un sillón, dando órdenes y aspirando el deleitoso tufillo de
las cacerolas.
--¡Será joven!--afirmó la vieja, para sacar más noticias a su señor.
--Sí, joven; mucho más joven que yo; demasiado joven: unos veintidós
años. Poco me falta para poder ser su padre.
Madó hizo un gesto de protesta. Don Jaime era el hombre más guapo
de la isla. Lo decía ella, que le había admirado desde los tiempos en
que iba con pantalón corto y lo llevaba de la mano a pasear entre los
pinos inmediatos al castillo de Bellver. Era un Febrer, de aquella
familia de señorones arrogantes, y con esto quedaba dicho todo.
--¿Y es de buena casa?--siguió preguntando para forzar el laconismo de
su señor--. Familia de caballeros indudablemente; de lo mejorcito de la
isla... Pero
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