Los muertos mandan | Page 6

Vicente Blasco Ibáñez
lumbrera de la época, había sido
su maestro, y «la Greca» podía escribir en su idioma a los
corresponsales de Oriente que aún mantenían con Mallorca un
mortecino comercio.
Jaime encontraba con su vista algunos lienzos más allá--distancia que
representaba el paso de un siglo--, otro retrato de hembra famosa de la
familia. Era una niña de blanca peluquíta, vestida de mujer, con la falda
plegada y los grandes ahuecadores de las damas del siglo XVIII. Estaba
junto a una mesa, al lado de un búcaro de flores, y sostenía con la
exangüe diestra una rosa igual a un tomate, mirando ante ella con
ojillos porcelanescos de muñeca. A ésta la habían llamado «la Latina».

La cartela del retrato hablaba, en el estilo ampuloso de la época, de su
discreción y su ciencia, acabando por llorar su muerte a los once años.
Las hembras eran como retoños secos en el tronco vigoroso de los
Febrer, peleadores y exuberantes. La sabiduría se agostaba pronto en
esta familia de marinos y guerreros, como planta que surge por
equivocación en un clima adverso.
Preocupado por sus pensamientos de la noche anterior y por el próximo
viaje a Valldemosa, Jaime se detuvo en el recibimiento contemplando
los retratos de sus ascendientes. ¡Cuánta gloria... y cuánto polvo! Hacía
veinte años tal vez que un trapo misericordioso no se había remontado
a lo largo de la ilustre familia para adecentarla un poco. Los abuelos
más remotos y las batallas famosas estaban cubiertos de telarañas. ¡Y
pensar que los prestamistas no habían querido adquirir este museo de
glorias, con el pretexto de que eran pinturas malas! ¡No poder traspasar
estos recuerdos a ciertos ricos ansiosos de crearse un origen ilustre!...
Jaime atravesó el recibimiento, entrando en las habitaciones del ala
opuesta. Eran piezas de techo más bajo; tenían encima un segundo piso,
ocupado en otros tiempos por el abuelo de Febrer; habitaciones
relativamente modernas, con muebles viejos de estilo Imperio y en las
paredes estampas iluminadas del período romántico representando las
desventuras de Átala, los amores de Matilde y las hazañas de Hernán
Cortés. Sobre las cómodas ventrudas veíanse santos policromos y
crucifijos de marfil, entre polvorientas flores de trapo, bajo campanas
de cristal. Una panoplia de ballestas, flechas y cuchillos recordaba a un
Febrer, capitán de corbeta del rey, que hizo un viaje alrededor del
mundo a fines del siglo XVIII. Conchas purpúreas, caracolas de mar
enormes, con entrañas de nácar, adornaban las mesas.
Siguiendo un corredor, camino de la cocina, dejó a un lado la capilla,
que estaba cerrada muchos años, y al otro la puerta del archivo, vasta
pieza cuyas ventanas daban sobre el jardín, y en la que había pasado
Jaime, de vuelta de sus viajes, muchas tardes, revolviendo legajos
guardados tras el enrejado de alambre de vetustas estanterías. Se asomó
a la cocina, inmensa dependencia donde se preparaban en otros tiempos
los famosos banquetes de los Febrer, rodeados de parásitos y generosos

con todos los amigos que llegaban a la isla. Madó Antonia parecía más
pequeña en esta habitación de dilatados términos, junto a la gran
chimenea del hogar, que podía admitir un montón enorme de troncos,
asando a la vez varias piezas. Los bancos de hornillos podían servir
para toda una comunidad. El frío aseo de esta dependencia demostraba
su falta de uso. En las paredes, grandes escarpias delataban la ausencia
de las vasijas de cobre que habían sido en otros tiempos gloria
esplendorosa de esta cocina conventual. La vieja criada hacía sus
guisos en un pequeño hornillo al lado de la artesa en la que amasaba el
pan.
Jaime dio un grito a madó Antonia para avisarle su presencia, y se
introdujo en una habitación inmediata, el pequeño comedor que habían
utilizado los últimos Febrer, venidos a menos en su fortuna, huyendo
del gran salón donde se celebraban los antiguos banquetes.
También aquí era visible el paso de la miseria. La mesa larga hallábase
cubierta con un hule resquebrajado, de dudosa blancura. Los aparadores
estaban casi vacíos. La antigua loza, al romperse, había sido
reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricación.
Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de
inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rectángulos
balanceábanse pausadamente las ramas de unas palmeras. Más allá
marcábanse en el horizonte las alas blancas de una goleta que venía
hacia Palma lentamente, como una gaviota fatigada.
Entró madó Antonia, dejando sobre la mesa un tazón humeante de café
con leche y una gran rebanada de pan cubierta de manteca. Jaime atacó
el desayuno con avidez, y al mascar el pan hizo un gesto de desagrado.
Madó asintió con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en su
lenguaje mallorquín.
--Muy duro, ¿verdad?... Aquel pan no podía compararse con los
panecillos que comía el señor
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